Como todos los días, esta mañana, marché a la huerta a fortalecer los músculos al gimnasio al aire libre, que el Ayuntamiento ha instalado para las personas un tanto maduras. Estaba solo de hombres, y, en compañía de cuatro mujeres, que practicaban a la vez que le daban a la lengua.
El tema era la cena de Navidad. La que tenía a mi izquierda, comentaba que no sabía qué poner, porque a cada cual le gusta una cosa; las otras lo tenían claro y exponían, con cierta vanidad, su menú como especialidad de la casa; yo escuchaba, pero no entendía, porque, en la cocina, solo entro para desayunar, comer, cenar y beber agua, otros menesteres no me llaman, aunque no es que sea un inútil, es que no me he puesto.
Y mientras volvía para casa, recordé los menús navideños macoteranos de hace cuantá; me lo había contado la señora Mª Francisca la Lorenzana en aquellas conversaciones de vecinos, que manteníamos con frecuencia.
Había tres clases de menús: el de los ricos, el de los pobres y el de los muy pobres.
El menú de los ricos consistía: en arroz con pescado de primero, y cabrito o lechal, de segundo. De postre, higos, nueces, castañas y turrón de La Alberca. Se cocían peroles de castañas.
No había champán, pero, en su lugar, se descorchaban unas botellas de moto. Este mosto procedía del pin pin; se recogía aparte, se embotellaba y, para que no fermentara, se le ponía a la botella una jícara de aguardiente.
Yo llegué a probarlo, y, la verdad, estaba muy bueno.
El menú del pobre era más liviano: se compraban, en la carnicería, rabos de cordero, se cocían con patatas, y resultaba un plato exquisito. De postre un perol de castañas cocidas, un poco de baile o juego de cartas hasta la hora de la misa del gallo.
Y el de muy pobre, se conformaba con unas sopas de sal y pimiento y algún arrimo, que le llegaba de la gentileza de la caridad.
Hoy es otra cosa. Hoy hay gente que no sabe qué poner.
Disfrutad estos días y los demás del año 2018.
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