"Las primeras visiones taurinas que tengo se reducen a un vistazo por la puerta entreabierta del Patio de Cuadrillas de La Glorieta"
Las sacas de lana eran grandes y pesadas. Venían de Macotera, en la Serrana, que por aquel entonces paraban en hilera junto al Mercado de San Juan, en el Barrio de Labradores. Yo iba con el carro a buscarlas cuando nos daban aviso que llegaban. Teníamos la tienda de colchones en el Barrio Garrido, en la calle Ávila, una callecita de barrio obrero de aquella Salamanca de los setenta, que terminaba en una breve cuesta respetable. Casi en la esquina había una carnicería donde mi madre se surtía cuando la máquina de coser la dejaba un poco tranquila. Y como seis metros antes de la desembocadura de la cuesta, un bar que daba una cutre impresión desde fuera. Luego entrabas y confirmabas la sensación. Aquel bar duró toda mi infancia.
En la calle La Fresa, de Garrido, se aposentó más tarde la tienda y allí mi hermano Miguel y yo jugábamos a hacernos "toros" en la calle, toreando con las sacas vacías de la lana y con una muleta hecha de harapos que alguien cosió de mala manera. Veíamos las corridas por la tele, en blanco y negro. Y ahí copiábamos las formas en que toreaban los toreros figuras de la época. No teníamos tele en casa pero íbamos al bar a verlas. Antes, de más niños, teníamos una vecina, la señora Fina, valenciana muy generosa, que nos dejaba ver El Virginiano (una serie de vaqueros) y nos daba magdalenas. Yo me comí una con el papel y todo. La ignorancia es lo que tiene.
Mi padre era "gorrilla roja" de la Glorieta y nos llevaba a los toros de niños. Al principio, cuando canijos, nos metíamos como silbando, pero ya crecidos sus compañeros nos miraban un poco de soslayo y ya nos fuimos apañando para entrar: yo me colaba al despiste en las corridas. Iba pronto y cuando el portero se ponía de cháchara con el compañero: ¡fizzzzz!, una breve carrerita y para dentro. Como el gorraplato no podía dejar el puesto? pues hasta luego Lucas. Pero un día, uno sí que dejó su puesto y me persiguió hasta el tendido. Me sopló un capón que todavía me duele y me iba a echar cuando mi padre que lo había visto le soltó: ¡vamos hombre, deja al muchacho que es hijo mío!. Y oye, mano de santo. Los padres es lo que tienen, que argumentan sólido.
Las primeras visiones taurinas que tengo se reducen a un vistazo por la puerta entreabierta del Patio de Cuadrillas de La Glorieta. Allí vi a un elegante novillero, tieso como una vela, con el capotillo de paseo plegado con dulzura sobre el brazo, el vestido de torear, creo recordar, (yo era un chaval) era azul marino y oro. No presencié la novillada pero aquella visión se me quedó grabada para los restos. Aquel toreo era Guillermo Císcar "Chavalo", de Valencia.
Después me acuerdo de las novilladas sin caballos que veíamos en La Glorieta. En una de ellas, mi abuelo Fernando venía con nosotros, debutaba un niño de luces. Nos dejó pasmados de cómo, con tan corta edad, solventaba la papeleta con tal torería y oficio. Se llamaba "El Niño de la Capea". Al pasar a nuestra altura, cuando daba la vuelta al ruedo con las orejas del novillo, mi hermano Miguel le quitó la boina a mi abuelo y se la tiró entusiasmado. Mi abuelo pilló un mosqueo muy gracioso. Menos mal que el torero se la devolvió que si no la liamos buena. Pa haberlo visto.
Toño Blázquez