No es verdad que seamos todos Barcelona, por mucho que la Casa Real se empeñe. Barcelona es única e irrepetible. Y lo seguirá siendo. Acogedora e integradora como pocas ciudades. Atenta al Mediterráneo, sobre todo tras los Juegos Olímpicos; plural como Cataluña toda y unida al mundo más que ninguna otra ciudad de esta vieja y herida piel de toro. Barcelona, ventana abierta.
Así ha sido siempre para muchos mallorquines, la gran ciudad que teníamos cerca, al otro lado de un mar que ha sido más puente que barrera. Recuerdo la vez primera que salí de mi isla parda, y llegué a los pies de Montjuïc en un amanecer de azules y rosas. Atracó el barco y nuestro grupo de estudiantes, impresionados todos porque nos esperaba la gran ciudad, salimos hacia Atarazanas a buscar con la mirada absorta la famosa estatua de Colón y emprendimos la suave subida de las Ramblas hasta un viejo hotel que se encontraba justo al lado del mosaico de Miró, junto al Liceo, no lejos de La Boqueria, en pleno centro del bullicio fascinante. Estoy hablando de los meses en que se estaba discutiendo el proyecto de Constitución.
Nos impresionaba a los que veníamos de la Isla de la Calma que ese fuera escenario de persecuciones de grises y rojos, con los matices que uno quiera añadir. El pasar de tanta gente no creo que se pareciera mucho al que ahora pasea por allí. Pero a mí me deslumbraba lo mismo. Tan parecido al Born y a la Rambla mallorquina, versiones menguadas de cauces parecidos, que ya en siglos pasados habían pasado a ser también arterias centrales de ciudades en plena expansión y progreso.
Somos muchos los que al llegar a Barcelona nos sentimos en casa, que tenemos a sus calles como algo nuestro. No sé describir esa sensación de llegar del campo de mieses de la meseta castellana, que me adoptó hace tantos años, y encontrarme con sonidos, rincones, olores que me recuerdan a la infancia lejana, que es patria de los emigrantes.
Por eso, cuando tengo la menor ocasión visito, y seguiré visitando a esta ciudad cercana, a la que me gusta llegar por aire. Por mar ya conté que llegué esa vez medio sagrada en que el insular púber se encontró con todo un continente, y tuvo la suerte de entrar en él por el paseo más conocido de toda Cataluña. Por tierra, se me hace siempre extraño recorrer cientos de kilómetros de paisajes variados para llegar a esas suaves colinas, tan parecidas al interior de Mallorca, que están coronadas por masias o bosquecillos de pinos mediterréneos y dejan ver por asomo el mar que nos está esperando. Pero por aire, viniendo de Madrid, si uno tiene ventana a la derecha del avión, verá Tortosa y el Delta del Ebro y en unos pocos minutos se dará cuenta de que está sobrevolando el Tibidabo y en poco tiempo el Besós, mirará un poco más lejos por si es un día claro y desde esas alturas tiene la suerte de entrever las montañas de la isla añorada. En esto el piloto iniciará una maniobra rotunda que acerca un ala del avión al mar y tendremos enfrente a la ciudad toda, entre el Mediterráneo y la Sierra de Collserola, veremos el puerto Olímpico, la Barceloneta, avanzaremos hacia el gran puerto y la Zona Franca, para aterrizar en el Prat. El corazón de todo ello siguen siendo las Ramblas, que entre la calima siguen siendo referencia para que nos situemos los despistados.
Sí, tenemos miedo, claro que tenemos miedo. Cómo no íbamos a tener miedo si tenemos a hermanos, a hijos, a parejas que están viajando y deben pasar necesariamente por lugares concurridos. Pero el miedo, incluso el terror pánico, no nos va a hacer cambiar nuestros criterios asentados. Ventajas de ser un país con tradición terrorista. Seguiremos saliendo, aún con miedo. Seguiremos viajando, aún con miedo. Seguiremos subiendo con mirada infantil las Ramblas de Barcelona, como si fuera la primera vez. Con miedo, sí, pero con perseverancia y convicción. Recordando lo que ha pasado, pero con el optimismo suficiente para recordar que esta ciudad admirable, y nosotros mismos, nos hemos recuperado ya de otros malos sueños, tan confundidos con la horrenda realidad.
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