Entré en casa y me encontré con un polvo viejo, untador de todas las cosas: pisos, paredes, techos, muebles, cuadros, mesas, sillas: de todo lo que se está quieto en tanta soledad hogareña. Y las telarañas, sus eternas compañeras, me tomaron el pelo y me enredaron entre sus brazos hasta encolerizarme y sacarme de quicio. Y es que el polvo y las telarañas son conscientes de mi sinquehacer, y se muestran tal cual son, para que tenga algo en qué entretenerme, hasta que llega san Roque; es que incluso debía estar agradecido al polvo y a las telarañas el que estén enseñoreándose de todo lo estacionario, para que yo siga practicando la decencia, la limpieza, y oxigenando y oreando todo lo que crea ambiente.
La limpieza es la única actividad humana que no tiene vacaciones, pensándolo, en humano, la limpieza es una maniática persistente, a la que todos estamos condenados a soportar. Ella dice que es por nuestro bien, y, sin quizás, tiene bastante razón. Nos permite estar cómodos, en sana armonía con las cosas y con las personas, y nos invita a disfrutar de convivencias, de tertulias, de amistades y a compartir mesa y mantel con los allegados, porque, pensándolo bien, ¿qué sería de las fiestas de san Roque, si el polvo y las telarañas no hubiesen estado al cuidado de nuestras casas? Nuestras viviendas se hubiesen aburrido de soledad y, posiblemente, se hubiesen convertido en escombros. El polvo y las telarañas son nuestros caseros fieles; nuestros perros guardianes de siglos: los protectores de nuestro patrimonio, a quienes debemos agradecer el que podamos venir a san Roque todos los años. Yo así lo siento y, por eso, lo digo. Y ya todo a punto, con el polvo y las telarañas retiradas a sus cuarteles de verano, podemos centrarnos en san Roque.
Yo considero a San Roque, con esto de los adelantos, como un Santo emérito, debido a que la medicina y las nuevas técnicas amanecidas le han obligado a retirar la placa de su puerta, en la que figuraba como sanador profesional de la peste; pero, a pesar de haberlo jubilado tan descaradamente, no le resta, lo más mínimo, su mérito, como salvaguarda de la enfermedad, que amenazó a buena parte de la humanidad durante siglos y más siglos. Y, de esta dedicación altruista, le viene el reconocimiento histórico de ser uno de los Santos eméritos de nuestro calendario litúrgico. No está ya en su despacho, pero aún se siguen practicando sus doctrinas y experiencias y, en algún rincón del mundo, al menos, en Macotera y en algún otro lugar se escuchan y se siguen sus consejos.
Los macoteranos no lo elegimos, como gran Patrón, hasta mediados del siglo XVII, a pesar de que la peste bubónica, históricamente, mordió a nuestro pueblo desde el 580 de nuestra era, y convirtió la convivencia en una quimera. Anteriormente, fue la Virgen, Nuestra Señora, quien recibía los agradecimientos por las buenas cosechas, e Incluso se corrían toros en su honor (año 1563). Era un día de esos en que brillaba más que el sol, y se vivía la fiesta con toda intensidad en fervor y en jarana de la sana.
Los favores del Santo, ante tantas calamidades mordaces, aconsejaron al Ayuntamiento nombrar a san Roque Patrón del pueblo, cargo que compartió con la Virgen. Tras un amistoso concejo, la Virgen cedió a san Roque los poderes taurinos, y ella se ocuparía más de lo solemne y de lo piadoso.
Pero, cuando san Roque se remangó de veras, junto con el médico de cabecera del pueblo, fue en el verano de 1885, con la aparición del cólera morbo.
Con motivo de la visita de consuelo, que cursó el señor Obispo, llegó la idea de construir el hospital de Santa Ana, como acogida de posibles menesterosos. Y, en reconocimiento a la labor del Santo en tal letal momento, las fiestas se convirtieron en una manifestación de gratitud y devoción al Santo, simbolizada en la procesión, en la loa y en la emoción ante el toro.
Y con el tiempo, hemos interiorizado aún más ese sentimiento, y, desde entonces, su prestancia ha alcanzado el cenit de lo sublime.
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