Y Roque se muestra hecho un chaval. Había velado armas y ya estaba dispuesto a iniciar el camino peregrino a Roma. Impecable, su sayal corto; típico, su sombrero de alas con la venera; y su bordón, que le librará de alimañas y cansancios.
Aún Roque no se había encontrado con el perro, ni se había destrozado la rodilla ni había sufrido los alaridos de la sed. Era un novato, un quinto, un muchacho sin mundo y sin peña, como ya la tenéis vosotros.
Salió al amanecer, como se hace en las grandes caminatas. El camino estaba muy concurrido, y, a su vera, se acercaban los enfermos de peste a pedirle limosna y unas palabras de consuelo. Y Roque, como era bueno y compasivo, se acercaba a ellos ejerciendo la caridad hasta tal extremo, que se contagió del mal.
Se retiró a un monte y, todos los días, un perro le traía la comida, hasta que, una tarde, apareció un ángel y lo curó. Volvió a su patria, lo confundieron con un espía y lo encarcelaron. Murió en la prisión hacia 1327.
Roque, en su imagen, viste de peregrino, pero no con el sayal largo, sino con el traje de los nobles, capa con esclavina y sombrero de alas con veneras, con su bordón y calabaza y, sobre todo, con su atributo personal e inseparable: el perro con un pan en la boca; al mismo tiempo, el Santo señala, con su dedo derecho, la úlcera de la pierna, como secuela de su mal.
La iglesia le nombró abogado de la peste, y todos los pueblos del mundo le construyeron iglesias y ermitas, evocando su amparo contra la letal peste.
Y Macotera no podía ser menos, ya que su población había sido mordida por la enfermedad en multitud de ocasiones. Y fue el Ayuntamiento, con la anuencia del pueblo, quién, a principios del siglo XVII, pidió a san Roque que si quería ser Patrón de Macotera; nombramiento que aceptó, con gran honor, por compa
rtirlo con la Virgen. Tras un amistoso concejo, la Virgen cedió a san Roque los poderes taurinos, y ella se ocuparía más de lo solemne y de lo piadoso.
Pero, cuando san Roque se remangó de veras, junto con el médico de cabecera del pueblo, fue en el verano de 1885, con la aparición del cólera morbo. A pesar de los esfuerzos y desvelos de los dos curanderos, la parca, en tan solo 29 días se llevó consigo a 77 almas: 43 mujeres, 19 hombres, 2 jóvenes y 13 niños.
La intervención providencial del Santo, en tal letal momento, convirtió las fiestas en una manifestación de gratitud, de júbilo y devoción, exaltación que perdura hoy en día, y que se simboliza en la procesión, en la loa y en la emoción ante el toro. Y, con el paso del tiempo, hemos interiorizado aún más ese sentimiento, cuya prestancia ha alcanzado el cénit de lo sublime, que se manifiesta en el fervor, en la emoción y en el entusiasmo, con que se baila a san Roque, porque, cada año, puede ser la última charrá: tu última, mi última, la última con mi amigo, la última con mi paisano.
Y ya va a entrar el Santo en el templo, cuando un hombre se interpone y dispara de memoria un himno o loa en su alabanza. Es el popular Berbique, un verdadero genio, disfrazado de pobre jornalero del campo
Decidme: ¿A quién buscáis?
- A san Roque.
Ya le tenemos aquí
a este Santo peregrino.
¡Cuánto gozan los vecinos,
al acordarse de ti!
Todas las penas se acaban,
cuando se acerca ese día.
El pobre goza en sus penas,
el rico más todavía,
al mirar los semblantes
de san Roque y de María.