Defiende Ernesto que el número de resentidos que genera un país está en la base e, incluso, en la razón de ser de los movimientos sociales. Las personas pueden llegar a ese despecho, a ése naufragar en el puerto, defraudados por una sociedad castrante que mutila las legítimas pretensiones de sus ciudadanos relegándolos a meros números en el organigrama social, y de quienes sólo se acuerda la Agencia Tributaria todos los años por primavera y las organizaciones políticas cada cuatro años para pedirles el voto. Sin embargo, sostiene Ernesto, los que ven repetidamente malograrse sus intentos o aspiraciones en un país económicamente desarrollado y políticamente democrático, son los menos. La inmensa mayoría de resentidos son los que no alcanzan la vida que sus expectativas habían planeado; bien por mala suerte, bien por su incapacidad manifiesta, bien por su falta de preparación, o bien por su pereza, y que en ningún momento se autoculpan del fracaso, sería muy duro sobrevivir con ese muerto en el armario, sino que descargan la responsabilidad del anonimato en el que viven y de su anodina existencia en la sociedad en general, convirtiéndose en resentidos sociales. Por si fuera poco ser testigo año a año de cómo se incumplen sus anhelos, las frustraciones de estas personas tienen que convivir en demasiados casos con la inoperancia de unos dirigentes mediocres, cuando no al pillaje y saqueo de los caudales públicos por parte de los que, en teoría, tendrían que protegerlos. Estos resentidos son carne de cañón para los charlatanes de los partidos nacionalistas (que les aseguran que ellos son los mejores y culpan de su no ser a otros) y para los movimientos populistas (que les prometen la caída de los actuales protagonistas para quedar todos iguales). ¡Qué nos igualen por abajo! ?gritan. ¿Acaso no nos merecemos también una vida de lucimiento y relumbrón? ¿Quién será capaz de detener esa riada de medianía?
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