A la plaza de Salamanca le ha salido una caries. Tendrá (seguramente) más de una pero el diagnostico sólo alcanza a una de ellas. Se debe proceder a su limpieza y extracción dicen quienes dictaminan esas cosas. Y es natural que tras casi tres siglos de historia salga alguna dolencia. Pero esta dolencia parecía menor para su amputación total. Era más bien un malestar, algo que afeaba, pero no hacía tanto daño físico como moral. Pero se extrajo y a otra cosa, mariposa.
Yo creía que los monumentos solemnes en piedra añadían más elementos ornamentales con el paso del tiempo, que los que se quitaran (salvo expolios, claro). Que la historia añade, suma, y posiblemente enriquezca lugares. Pero aquí, en este caso, no. Había una hinchazón moral en un medallón que molestaba. Ese retazo histórico que se consideraba indigno, malévolo, representado en un medallón (por otro lado nada indigno artísticamente, conviviendo con otros muchísimo peores, pero aquí esto no vale). Entonces se diagnostica y la receta conveniente es que se deberá extirpar. Se sopesa, no obstante, se intenta parar, se consulta otros doctores, en fin que se dilata el tiempo, por si las moscas, para terminar concluyendo del todo que hay que erradicar el mal. Extirpar, extirpar.
Una leve anestesia al enfermo (y a los acompañantes a modo de placebo) y a empezar. Se le sienta, se le pone el babero para no manchar, se le tapa para que no vean los familiares y se asusten, y se comienza la extracción. Y, como pasaba con aquellos dientes de la infancia o la juventud dorada extraídos, se dice que se guarda para conservar el diente. Que nada de destruirlo. Que se va encofrar en lugar seguro y digno. Que no se preocupe la familia ni el propio enfermo. Que apenas se notará. Pues eso, que era absolutamente necesario, aunque fuese un medallón artísticamente digno. Es lo que tiene de malo no asumir historias. Y de los otros tantos, esta vez ni hablamos.
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