El oficio de mortal (de mortal solidario y educado) es lo que tiene. Ir y venir de acompañar en despedidas y en trances muy delicados a los otros mortales que van dando el paso de ser lo que finalmente uno es, mera contingencia. Esta mañana me han tocado las dos cosas. Despedir a uno de ellos y acompañar en el lecho del dolor al otro semejante. Y es que uno alcanza ya una edad en que ese menester se hace más rutinario por acostumbrado y frecuente (y cercano).
Uno también acaba por pensar y meditar situaciones así. La de la muerte, ese paso tan natural (y tan poco aprendido y aceptado), y el dolor y la amenaza de final que tiene un susto grave de la salud. El aviso de, oye, que esto casi está listo para el salto. Y claro, se acerca uno a despedir en el primer caso, y acompañar y preocuparse en el segundo. Pero los dos asuntos se pueden unificar en uno: el de la contingencia humana y el espíritu solidario con el de la misma especie. Aquello de cuando las barbas de tu vecino, etc. Y ese es uno de los principales oficios que como humanos se nos asigna.
Reconozco que no son trances que agraden en general (aunque haya gentes para todo, que las hay). Cuesta hacerlo. Un hospital o un cementerio no es el mejor lugar para el disfrute, precisamente. Pero se hace. Y en eso nos acabamos distinguiendo mejor de los otros animales menos racionales. Hacemos bien el rito del acompañamiento y la despedida. Y, eso, tan natural, aún se sigue escondiendo en mundos occidentales y civilizados. Lo tenemos ahí en la trastienda, para no percibirlo excesivamente. Nos aleja demasiado del aroma de confort y bienestar que esta sociedad rezuma a golpe de imagen y melodía entrañable. Que no quiero verlo. Que no me gusta. Y eso de estar aquí en el mundo, pues es un rato el que estamos solamente. Y luego, la infinitud y el olvido. En fin, cosas mías.
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