A propósito de la celebración del día del orgullo gay esta semana en Madrid, me surgen algunas reflexiones. La primera de ellas se me presenta en forma exclamativa: ¡qué suerte tienen los homosexuales y otras orientaciones de la sexualidad para tener una ocasión de experimentar ese sentimiento tan peculiar y últimamente tan escaso, en la mayoría de los ámbitos de la vida! Los heterosexuales, los españoles, los millones de personas que componen la "mayoría excesivamente silenciosa" no solemos tener apenas algún día en nuestra vida en el que nos sintamos orgullosos de algo. Ni en el vasto campo de las ciencias, ni en el de las artes, ni en el de la investigación, el éxito académico o escolar, aparece alguna ocasión para que colectiva o individualmente nos sintamos orgullosos. Los únicos "number one" de nuestro país que conocemos son los poquísimos destacados en algún deporte, los grandes millonarios, los que más han defraudado a Hacienda o los que tienen más causas pendientes por corrupción.
Parecería como si "el sistema" (esa fantasmática manera de "organizarnos" socialmente) hubiera decidido restringir los campos en los que sentirnos orgullosos a tres o cuatro actividades antisociales y a las pocas citadas. El escolar que ha hecho una bella composición, el artesano que muestra su obra bien hecha, el escritor que ha publicado un valioso libro, el médico que ha trabajado por sus pacientes generosa y largamente, etc., etc. muy excepcionalmente tendrán la ocasión de ser reconocidos con orgullo por los demás. Esta paulatina desaparición del sentimiento de orgullo por realizaciones al margen de todo lo financiero ha dado una vuelta de tuerca más: en los últimos tiempos si a usted se le ocurre alabar públicamente alguna obra bien hecha, o a su ejecutor o creador, los demás lo escuchan con extrañeza, como si dijeran "¡Qué raro, alguien que alaba! ¿Estará haciendo la pelota para conseguir algo??"
Alabar a la compañera, al hijo del vecino, al sobrino, al cocinero del restaurant, a la enfermera, se está convirtiendo en algo muy excepcional?y algo sospechoso. Lo normal es criticar, devaluar, o, lo más extendido, ¡ignorar! La envidia, el pecado capital por excelencia en los españoles, como escribía Díaz Plaja hace muchas décadas, sigue siendo el sentimiento más destructivo de nuestra vida colectiva; en el sujeto que la padece va unido a la ignorancia y a una falta de mínima elegancia social.
"El triunfo de la mediocridad" o algo similar era el título de una carta extendida hace pocas semanas por las redes sociales del genial Forges. En ella desarrollaba y enumeraba las actividades en las que en nuestro país los mediocres tienen la sartén por el mango. Apenas quedaba alguna actividad dirigida por no mediocres.
El mediocre es envidioso. No alaba al valioso. Lo critica. El personaje de Antonio Salieri envidiando y admirando a Mozart es solo un personaje teatral. La envidia (en el sentido que tiene este concepto en nuestro idioma) no puede ni admirar; simplemente destruye.
"No nos sintamos orgullosos", dice la iglesia. "La humildad es la única virtud".
Sobre todo cuando no hay ninguna razón para sentir un sano orgullo.
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