La identidad del ser humano tiene a su disposición, entre otros dispositivos inmateriales, una suite de virtudes. Si la persona quiere, puede desarrollar la prudencia, justicia, fortaleza y templanza. La arquitectura de su ser encuentra ahí puntos para la edificación de estructuras individuales y sociales, así como rasgos de valor estético. Las virtudes resultan suficientes para describir la anatomía del espíritu de la mujer y el hombre.
Últimamente, ha salido a mi paso la justicia. La gente quiere que se lleve a la práctica, porque ve incorrecto, por ejemplo, que una persona reciba algo cuando no lo merece. Esta noción del sentido común requiere una pedagogía. Debe ser inculcada, con la finalidad de que se ejercite y se lleve a su perfección. La justicia tiene la forma de una triaca contra males y tristezas. Debe emplearse como remedio de prácticas innobles. Desde el momento de nacer, por el hecho de estar insertos en una sociedad, contraemos la obligación de pulsar su botón en nuestros usos. El aparato social la necesita para su correcto funcionamiento.
Ese aspecto de nuestra cotidianeidad nos lleva a volcar la atención en nuestro interior, en las entrañas de donde parten las motivaciones de nuestros actos. No es necesario decir que no hará falta medir con una regla cada intención cuando aún se encuentre en el seno de la voluntad, para evaluar su pertinencia o sensatez. Eso nos llevaría tiempo y resultaría incómodo. La continuidad y la armonía del movimiento en la concepción de ideas y su puesta en escena se verían interferidas por una meticulosidad de tintes escrupulosos. Sin embargo, nunca se echará en falta tener una mínima intención de reparar en la calidad de las motivaciones, para conocer su rumbo.
La justicia suele ubicarse en la voz del pueblo. Aparece asociada a demandas del grueso de la gente en una porción de tierra. En el grabado de mi amigo J., figura como una mujer de tez morena sentada al escritorio de una biblioteca. A sus manos, tocados por la luz de la ventana, tiene rollos extendidos, un libro y una computadora. Junto, en otra mesa, se ve una jarra de agua y un reloj de arena. Detrás, como si fueran parte de un sueño, las estanterías se pierden en la oscuridad. En cuanto vi el grabado, sentí curiosidad por el reloj de arena. «La justicia tiene un día y una hora», me dijo J.
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