Si tuviera una lengua humana, no parece aventurado suponer que la palabra para nombrarse a sí misma sonaría a un golpe en la arena
Mi estudio tiene un cuadro titulado La piedra. Está colgado en una pared enfrente (a la derecha) de mi escritorio. Un joven mira el mar encrespado, el viento alborota su cabello. Sentado a los papeles de mi escritura, no tengo más que levantar la cabeza y apenas desviar la mirada para verlo.
Conozco a la autora. En tiempos de mi licenciatura, trabamos amistad. Aquellos años para mí representaban la inmersión en un nuevo territorio. Una narrativa alimentada con arte, en especial con literatura, sustentaba el tejido de mi ser. Como resulta natural, o como más o menos puede ser lo común y corriente, por mi edad atravesaba por nuevos senderos (interiores) en el camino de mi vida. Esa sustancia sin un continente definido, que está dentro del ser humano ?la literatura la nombra alma o espíritu?, carecía de suavidad y de ritmo. Al tacto era un tanto áspera, o no era tersa; mas tal atributo no respondía a una elección personal, sino a una experiencia (inevitable y) natural.
Nunca le pregunté a mi amiga por un posible significado de su obra. Años más tarde, descubriría que la piedra se encuentra en el seno del lenguaje simbólico. La poesía alude a ella de una manera menos o más directa cuando articula expresiones donde se refleja la eternidad. La piedra asimismo implica la idea de erección de monumentos, o de soporte para otros tipos de construcciones. La piedra ofrece resistencia. Tiene un carácter, consistencia. Su presencia sola habla con su ubicación en el espacio y el tiempo. Si tuviera una lengua humana, no parece aventurado suponer que la palabra usada para nombrarse a sí misma sonaría a un golpe en la arena.
A casi nada de la espuma del mar, la piedra en el cuadro dice cosas que yo reproduzco de manera imperfecta. Está en el medio de la escena, entre el mar y el joven. Él, sin embargo, no es consciente de ella. Su mirada pasa por encima y se posa en las furiosas olas del mar. También está ahí un caracol.
Él joven ve algo que no aparece, en el mar. Se suceden fotogramas que la artista no plasmó con su lápiz metálico. En un remolino, anhelos, incertidumbres, olvidos, errores suben al cielo y se pierden entre las nubes. A mí me parece que el joven sigue viendo ahí lo mismo que no aparece, pero otra cosa ha cambiado. Quien ve el cuadro en este momento no se pregunta más por su significado, sino que de una manera distante de la pasión o la ansiedad, posa su mirada en cada uno de los trazos y no sucumbe al vértigo de la conciencia de la realidad.
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