El 5 de diciembre de 2013, a los 95 años de edad, moría uno de los principales líderes mundiales, un auténtico referente en la lucha contra la pobreza y la desigualdad social, el hombre que desafió un sistema racista que convirtió a Sudáfrica en la primera potencia mundial del continente y en la más absoluta de las vergüenzas para el ser humano.
Cuando Nelson Mandela acabó con el apartheid y se convirtió, en 1994, en el primer presidente negro elegido democráticamente, lo primero que le dijo a los blancos fue que no se marcharan, que les necesitaban. Sabía que si abandonaban el país se llevarían con ellos la riqueza y el caos se apoderaría de un estado con una extensión equivalente a tres Españas, con once lenguas oficiales, con poco más de un veinte por ciento de población blanca en cuyas manos se encontraban todos los recursos del país y un ochenta por ciento de negros sin derechos, sin posesiones y, lo que es peor, sin preparación. Algunos sólo aguantaron hasta 1999, fecha en que Mandela dejó de ser presidente. Otros alargaron hasta que falleció hace tres años y medio. El que puede, sigue saliendo y llevándose consigo todo lo que puede.
En estos 23 años de democracia en Sudáfrica, se calcula que han sido alrededor de un millón doscientos mil blancos los que han abandonado el país africano. Y con ellos se han llevado su capital y, sobre todo, sus conocimientos y experiencia. De ahí que la gran mayoría de los habitantes de este sorprendente país surgido de la fusión de holandeses, británicos y alemanes -ya digo, primera potencia económica del continente negro- coincidan en su diagnóstico: Hay más libertad de expresión pero también más pobreza. A día de hoy Sudáfrica es el lugar del mundo con mayor desigualdad social. Junto a los seis carriles por sentido que tienen algunas de sus impresionantes autopistas, se extienden barriadas de chabolas infames que aquí dan en llamar eufemísticamente "asentamientos informales".
Si África es en sí mismo un continente disparatado, Sudáfrica es el disparate más surrealista que uno se pueda imaginar. Un lugar con unas infraestructuras propias del más desarrollado de los países europeos con una gestión propia de la República Centroafricana o de cualquier otro estado fallido. La industria del miedo se ha ido convirtiendo en la más próspera del país. No hay casa sin alarma, ni valla sin concertina, ni calle sin seguridad privada. Y no se puede salir de noche. Los robos son una constante. La vida se hace en recintos cerrados. De la urbanización a la escuela, de la escuela al trabajo, del trabajo al centro comercial, del centro comercial a la urbanización.Y así, continuamente, sin pisar la calle. Todo a puerta cerrada. Detrás de una puerta blindada, a la sombra de una valla con alambrada.
Desde que murió Madiba, el país está entrando en una peligrosa época de desconfianzas. El apartheid ya no separa blancos y negros, ahora es la realidad la que los mantiene en lados opuestos. Ricos por un lado y pobres, por otro. El color de la piel coincide con el del dinero.
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