En mi casa nos preocupamos por la cosecha como si tuviéramos huebras y huebras de cereal, kilómetros de girasol y hectáreas de flores amarillas de colza? debe ser el recuerdo antropológico de generaciones de agricultores con la cabeza levantada hacia el cielo esperando la lluvia, el sol, la prosperidad o el desastre. Por eso ahora conjuramos el agua y hacemos cábalas hasta con el resultado de las elecciones francesas. Lo nuestro es denostar la política agrícola europea y cruzar los dedos para que no salga Marine porque ya que estamos, no nos vamos a salir del asunto por un quítame de ahí un kilo de tomates. Lo nuestro, repito, es el topillo, las cuotas lácteas y hasta mi novio, urbanita hasta la médula, se extraña porque hablamos como hacendados del campo charro o de la dehesa extremeña con conocimiento de causa y eso que no tenemos más tierra que la de las macetas del patio de mi casa. La memoria de la tierra sigue viva y nos empura a salir a pisar barbechos, a recorrer cunetas y a desdeñar orgullosamente el concepto de casa rural, lo nuestro es auténtico, no impostado, a mí me ponen delante un trillo y no hago una mesa, doy vueltas alrededor de la mies. Lo mío es la memoria de Delibes y el sombrero de paja de mi abuela con el que iba a segar inclinada sobre el surco y la besana. Un eco infantil de tractor y remolque lleno de trigo o de cebada que resbalaba entre los dedos y que se metía en los sacos contando las fanegas, esas medidas del corazón que no se enseñan en las clases de matemáticas, cuarto y mitad de todo lo que alimenta. Tiempos pasados para asombrar a quienes ahora miran hacia adelante sin mirar a su alrededor, porque la labor no es más que una tarea de pocos que, en ocasiones, y habiendo perdido su trabajo, no tienen más remedio que retomar. Arregla la casa del pueblo, levanta bardas, recupera paredes y vigas maestras mientras se vuelve a las vacaciones de secano por la crisis y la gente recupera el tiempo de siega de largas siestas y madrugones de cosechadora y empacadora. El campo no es el mismo pero lo miramos con la misma admiración con la que en este tiempo se cubre de amarillo, de verdes diversos, de luz y de geometría de colores. Encinas desmochadas, animales que buscan en la tierra el alimento de esta meseta castellana que ahora se vende con la excelencia de lo nuestro. Fragmentos de vides y cigüeñas que ya no parten de sus nidos digan lo que digan los negadores del cambio climático que no ven en los grajos ni en los gorriones las ineludibles pruebas de que existe. En mi casa nos comportamos como labradores sin serlo y yo me pregunto hasta qué punto la memoria del cultivo nos tiene ahí, presos de la lluvia, de las nubes, del aire que se carga de polvo africano en verano y nos condena a la sequía que siempre existió y de la que había que defenderse huyendo del monocultivo que ahora destroza los campos del mundo. Éramos sabios entonces y nadie nos lo reconocía, ahora, nos empeñamos en negar la evidencia mientras las nubes se marchan y las cigüeñas nos miran mientras aprenden a no comer plástico. Mayo maduro mayo.
Charo Alonso
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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