Cuando tenemos la impresión de que una queja no va a va surtir efecto porque no será tenida en cuenta, solemos emplear una expresión que, aunque salida del ámbito castrense, ya es empleada por toda la sociedad: Las reclamaciones, al maestro armero.
Hoy, como no podía ser menos, tenemos que hablar ?¡ya está bien!- de la maldita corrupción. Esta hedionda peste que no deja de castigarnos está socavando nuestra incipiente democracia por culpa de políticos indignos. Siempre que se nos llama a un proceso electoral se nos alude al señuelo del artº 1.2 de nuestra Constitución: La soberanía popular reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. De esta forma nos convertimos en agentes indirectos, pero activos, de esa soberanía. Es decir, nosotros colaboramos con nuestro voto a la tarea de colocar en su cargo a una persona que está dispuesta a cumplir lo que establece esa Constitución, junto con el resto de leyes, entre otras razones, porque se compromete pública y solemnemente. En este juego democrático, el elector concede su voto a alguien que muchas veces no conoce, pero que representa una forma de entender la política que sintoniza con la suya. Como la Constitución y el resto de leyes están suficientemente claras para toda persona normal, se supone que, quien incurre en infracción, no debe alegar nunca ignorancia.
Cuando aparece en escena un político corrupto ?esa especie que tanto abunda en nuestro país- yo no sé lo que sienten las personas que le han votado, pero sí que conozco lo que pasa por mi mente. En un primer momento se siente indignación y despecho, a continuación, vergüenza e impotencia. En los comentarios de café, es frecuente oír el hartazgo de personas dispuestas a cambiar de voto o, sencillamente, a no votar. Por supuesto que cada cual es libre de actuar según su propio criterio. Yo también tengo el mío. Antes que a personas, doy mi voto a formas de entender la política, y no pienso cambiar. La indignación y el despecho llegan cuando ves que alguien traiciona esas ideas para satisfacer ilegalmente su propio enriquecimiento. Si la corrupción responde a una iniciativa personal, desconocida por el partido, la reacción de éste debe ser instantánea e inmisericorde. La falta de respuesta, disfrazada de una mal entendida presunción de inocencia, suele esconder un turbio deseo de echar tierra al fuego. Si el corrupto se resiste a dejar su asiento, los llamados grupos mixtos deberían aborrecerlo de entrada, y la misma sociedad se encargaría de juzgarle.
El problema adquiere su peor expresión cuando el corrupto, además de reincidente, actúa con conocimiento del partido. Pero, ojo, que nadie pretenda sacar pecho, porque de esta podrida lotería hay muchos partidos políticos que llevan varias papeletas. Los buitres revolotean cada vez que huelen carnaza y, cuando sólo quedan los huesos, desaparecen de esa escena para que nadie pretenda alimentarse también de su cadáver.
Todavía creo firmemente que en los partidos existen personas honradas ?por fortuna, la mayoría- dispuestas a arrojar fuera del cesto todas las manzanas podridas. Siempre es preferible defender una política, con firmeza y honradez, desde la oposición, que hacerlo desde el poder por medio de personas indignas. Con mayor o menor eco en los medios de comunicación, que nadie pretenda catalogar la corrupción con exclusivas etiquetas de derechas o izquierdas. El problema, para nuestra desgracia es de todos, y entre todos hay que combatirlo. Muchos de los que gritan ¡crucifícale!, no buscan precisamente una solución, sino subirse a la ola que oculte momentáneamente las propias vergüenzas. Hay que acabar con los corruptos, también con los propios. Y aquí aparecen la vergüenza y la impotencia. Vergüenza porque nadie quiere entre los suyos a indeseables que no renuncian al robo, ni para servir a los demás. Impotencia porque, creyendo que asistimos al último episodio, siempre aparece el penúltimo. Por eso yo digo alto y claro que no quiero ni oír hablar del maestro armero. Pido ?y exijo- que los corruptos que traicionan a sus votantes y los que, conociendo sus delitos, se lo permiten, sean expulsados sin piedad.¡Fuera!
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