Hace 190 años que murió Beethoven. Tenía 57 años cuando se lo llevó Dios de este mundo, que hay que tener en cuenta que el mundo aquel suyo era complicado. Todos hemos visto esa película que recrea la vida y el tiempo del genial sordo con sombrero agujereado con velas para poder ver las partituras. No había luz eléctrica Si con aquellos, tremebundos por lo miserables, medios fue capaz de escribir la música que escribió, qué no hubiera hecho con un ipad el tío.
La vida de este hombre, la vida privada me refiero, fue terrible por cómo se desarrolló y cómo acabó. Le fue a caer la peor de las enfermedades para los de su gremio: la sordera. Y después de derivar la suya hasta un punto de tal gravedad que no oía absolutamente nada, fue capaz de terminar una de sus últimas sinfonías. Música arrolladora, con toda la pasión del romanticismo más desatado que ha llegado hasta hoy por la misteriosa magia de un hombre extraordinario al que no hacía falta materializar los sonidos en un teclado. Al final, la música estaba en su cabeza. De ahí al pentagrama. No necesitaba oírla, sólo sentirla, imaginarla.
Asistía Mozart con un amigo a una de las primeras actuaciones de Beethoven. Al terminar Mozart dijo a su acompañante: "Vigiladle, algún día el mundo hablará de él". Lo clavó el pequeño genio.
Beethoven, que apenas salió de Viena, fue ampliamente reconocido en vida. Su legado, ya se sabe, es universal y ajeno al tiempo. Con motivo de la preciosa y didáctica conferencia que ayer pronunció la musicóloga Josefa Montero en la Sala de la palabra del Teatro Liceo organizada por el Ateneo de Salamanca, he releído estos días (una vez más) su biografía.
Tenía mi edad, 57 años, cuando murió. Y yo por ahí, silvando melodías. Aún tengo esperanzas. Así empezó él, silvando. (Que Dios me perdone).
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