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La verdad del rostro y el corazón
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La verdad del rostro y el corazón

Actualizado 29/01/2017
Juan Ángel Torres Rechy

No recuerdo si leí en un cuento de Jorge Luis Borges la historia de un hombre que al unir las piezas de una trama reconocía al final su propio rostro. Indudablemente, seremos mañana lo que hemos sido ayer y hoy. En el espacio del presente sembramos las semillas de los árboles bajo cuyas sombras descansaremos en el futuro. La gente que reclama justicia pide luz porque no tiene nada que ocultar y desea que lo oculto salga a la vista.

A veces, la frontera entre la normatividad y los usos y costumbres dentro de actividades profesionales, recreativas o de cualquier tipo la delimita un criterio más bien subjetivo. Los reglamentos, lejos de ser siempre un conjunto de preceptos claros como el agua, donde no exista la oportunidad de interpretaciones diversas, en ocasiones se distinguen precisamente por esta característica hermenéutica. La rigidez que se esperaría de ellos cede a una laxitud indeseable. En otros casos, no obstante, las reglas no pueden ser más transparentes. No dejan espacio para la duda ni la interpretación (manipulada). En relación con este último caso, cuando un jurado no enjuicia algo con estricto apego a la ley y eso perjudica a un individuo surge el clamor de justicia.

Quisiera sustentar con argumentos filosóficos mi postura a favor de lo bueno, lo verdadero y lo bello en el mundo. No estoy en condiciones más que de suscribir la decisión de quienes a lo largo y ancho de la Historia han adoptado estos paradigmas como hormas para sus vidas. Me gustan las personas en quienes no hay dobleces ni jiribilla, y también me gustan las personas que reconocen los dobleces que hay en ellas. Estas mujeres y hombres pueden caminar a la luz del día, sin bajar la mirada ni buscar la sombra. Pueden pronunciar en voz alta su nombre, sin que sus rostros se desencajen. Si fuéramos poetas, podríamos reflejarlos en unos versos más o menos parecidos a los de Ángel María Garibay a La encina: «Ser fecundo y eterno, cual la encina | que con su negra ramazón descuella, | rotunda, altiva, rumorosa y bella, | y entre todos los árboles domina.»

Sin embargo, siempre hay otra senda más, apartada incluso de la justicia del mundo. Oculta a primera vista, salvo para quien la busca; visible siempre en el momento oportuno y respetuosa del libre albedrío: «[?] en algún recodo de tu encierro | Puede haber un descuido, una hendidura. | El camino es fatal como la flecha | Pero en las grietas está Dios, que acecha», escribió Borges en su poema Para una versión del I King. «[?] la escondida | senda por donde han ido | los pocos sabios que en el mundo han sido [?]», en palabras de Fray Luis de León. Esto no es del mundo. El canto suave del pájaro solitario de San Juan de la Cruz se escucha en otra dimensión. En otros versos de su soneto, Garibay escribió (que así como quería ser fecundo y eterno cual la encina, también quería): «prodigar sus bellotas, ser vecina | del rayo y nunca conservar su huella; | en el hacha crüel dejar la mella | por cada golpe que le da la inquina. || Tal el resumen de mis sueños era | cuando en mi sangre ardía la primavera | y en mis entrañas ebullía la vida. || Hoy? me acurruco, pensativo y manso, | por el dolor deshecho, en el descanso | de su fronda, del aura estremecida.» En un soneto más, dejó escrito: «Y siempre ser el murmurar sencillo | de una gota que ríe en el profundo | cauce de soledad en que me humillo» (Junto a la fuente).

En esta misma poesía, parece que abrevó la que citamos arriba de Borges: «Toma mi corazón, sus manchas lava, | hilo que escurres de la oculta grieta [?]» (Junto a una fuente). «Pero en las grietas está Dios, que acecha» (Para una versión del I King). Seguramente, por la escondida senda, al final del recorrido, las cosas caerán por su propio peso y se terminará haciendo justicia, por medios (sobre)naturales y no jurídicos. El rostro de la mujer y el hombre levantará su frente con una estrella en lo alto. Me parece que a esto hacía referencia Miguel León-Portilla cuando escribió de Garibay:

Decían los maestros del mundo náhuatl que un hombre verdadero es el dueño de un rostro sabio y de un corazón firme como el tronco de un árbol. Nueve años de continuo trato personal con el Padre y Dr. Angel Ma Garibay K. me han acercado ciertamente a la verdad de su rostro y su corazón1.

Ángel María Garibay K., «Junto a la fuente» y «La encina», en Salvador Novo (selección y nota preliminar), Mil y un sonetos mexicanos del siglo XVI al XX, México: Porrúa, Colección "Sepan cuantos?", 2003, 8a ed., págs. 12 y 117.

1Miguel León-Portilla, «Ángel María Garibay K.», Estudios de cultura Náhuatl, 4 (1963), pág. 9.

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