Mañana (18.1.17) comienza el Octavario por la Unión de las Iglesias, y en ese contexto quiero recordar los principios de un conflicto que ha dividido por siglos a los seguidores de Jesús, para insistir en la necesidad de un diálogo nuevo que responda al Evangelio, y que haga posible un nuevo tipo de comunión entre los creyentes (entre todos los hombres).
Presenté el pasado 9.1.17 una postal sobre Lutero a los 500 años de su gran protesta (1517-1518), con una reflexión posterior sobre el despliegue del protestantismo (10.1.17), destacando el título y lema del Documento de la Comisión Católico-Luterana que se titulaba Del Conflicto a la Comunión.
Más que conflicto parcial fue una batalla en toda línea, una lucha declarada de un largo siglo, que culmino en la llamada Guerra de los Treinta Años (1618-1648) en la que se vieron envueltos de algún modo todos los países de Europa Occidental, por un lado los "austrias" católicos de España y el Imperio Alemán, por otro los protestantes alemanes, con suecos y franceses (que andaban a su guerra...). Esa guerra ha sido hasta hoy la madre (madrastra) de la Europa Moderna.
Partiendo de esa guerra, de la que se ocupa esta postal, quiero evocar en los días siguientes algunos rasgos del enfrentamiento o conflicto de los cristianos en la Edad Moderna, hasta el siglo XXI, para situarnos así mejor ante las celebración de este Octavario de Oración y Diálogo por la Unión de las Iglesias, que culmina la Fiesta de la Conversión de Pablo (25. 1. 17).
De esa forma quiero ofrecer mi colaboración al camino que propone, fundamenta y explica la Comisión Católico-Luterana, al exponer una marcha de evangelio que vaya Del Conflicto a la Comunión. Se trata de un tema religioso, pero tiene profundas raíces políticas y humanas, como seguiré indicando.
Introducción, a partir de la Reforma protestante
Retomo así el motivo de las postales anteriores (del 10 y 1l pasado). Las diversas formas de reforma protestante han seguido influyendo a lo largo del siglo XVII y XVIII, expandiéndose en nuevas grandes iglesias (como las metodistas y las baptistas), pero también en pequeñas comunidades de muy diverso tipo, que a veces se han convertido en movimientos menores, que suelen llamarse, quizá impropiamente, sectas. De esa manera, la cristiandad occidental, antes unida en torno al Papa, se dividió en comunidades y grupos que a veces se han enfrentado entre sí con condenas y amenazas cruzadas.
Estas divisiones ofrecen un elemento positivo, pues expresan la riqueza del evangelio y la experiencia de la pluralidad humana, de manera que nos obligan a entender la unidad en forma de comunión dialogal, no de imposición de un grupo sobre otro. Pero ellas expresan también un elemento muy negativo allí donde se convierten en principio de discordia y enfrentamiento, como ha sucedido en las guerras de religión y en los diversos movimientos de control (inquisición, persecución) que se han venido dando en diversos países de Europa.
Contra-reforma
La iglesia católica reaccionó contra el protestantismo en el concilio de Trento (1545-1563), aceptando algunas propuestas de los reformadores, pero reafirmando los elementos básicos de la iglesia católica, a través de un movimiento que suele llamarse de contrarreforma, que ha estado dirigido básicamente por las nuevas instituciones católicas, en especial por la Compañía de Jesús. Las diferencias entre protestantes y católicos nos sitúan en el centro de la problemática religiosa y social que definirá la historia de occidente desde el siglo XVI a la actualidad.
Ciertamente, hay una diferencia religiosa: los protestantes quieren ser más evangélicos, los católicos, más universales?; unos acentúan más la pura fe; otros, la fe con obras; unos parecen más individualistas, otros destacan el valor de las devociones populares? Pero ella sólo no explican las divisiones y rupturas que se han dado entre unos grupos y otros. Por eso, en el fondo de esas divisiones tenemos que hallar también un problema político, vinculado no sólo a los poderes de los nuevos estados, sino al poder eclesiástico, con sus conexiones especiales de violencia económica, militar y administrativa.
((La iglesia católica ha destacado el valor los sacramentos como signos de la gracia de Dios, con el riesgo de caer en un sacramentalismo separado de la vida; también ha puesto de relieve la estructura jerárquica y ministerial de la iglesia, insistiendo en las devociones sacrales dirigidas a la Eucaristia y a la Virgen María, con el desarrollo del culto de los santos etc. Quizá el signo más fuerte de la nueva identidad católica de la iglesia ha sido la recuperación de la experiencia mística, que ha tenido lugar especialmente en España con los grandes iniciados como Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.
La nueva conciencia católica de la contra-reforma se ha expresado también en un tipo de arte abierto a los valores del mundo, a la riqueza y gozo de la vida, que se expresa por ejemplo en la pintura hispana y flamenca del siglo XVII (como Rubens, católico, frente a Rembrandt calvinista). Por otra parte, los grandes creadores de la literatura hispana (de Cervantes a Lope de Vega, de Tirso de Molina y Calderón de la Barca a Gracián) forman parte de la gran experiencia católica del tiempo que sigue a la Reforma protestante. Ellos, unidos a los clásicos franceses del siglo XVII, constituyen una de las cumbres de la experiencia estética universal. Eso muestra que la iglesia católica no se cerró tras la Reforma en una actitud defensiva, sino que desarrolló valores culturales muy intensos, pero lo hizo casi siempre al margen de la institución, demasiado preocupada por mantener su identidad confesional)).
Una Europa múltiple
De esa manera, las diversas iglesias cristianas, buscando por un lado la mayor fidelidad religiosa al evangelio, acabaron enfrentándose en una serie de guerras y represiones por el poder. Los diversos países de Europa, que parecían animados por un mismo evangelio de fondo, fueron incapaces de realizar una política coordinada de entendimiento mutuo y se dividieron, de manera militar y administrativa, en estados nacionales, siempre enfrentados, sin que ninguno de ellos (ni España ni Austria, ni Inglaterra ni Holanda, ni Francia ni Rusia...) lograra obtener el poder efectivo sobre los restantes, de manera que no logró surgir un imperio unitario, como el antiguo imperio de Roma, ni siquiera como el Imperio Bizantino.
Fue una lucha por el poder y control sobre el conjunto de la cristiandad. Pero (gracias a Dios) ningún grupo o religión, ningún estado o pueblo logró dominar de una forma duradera sobre los demás. Ciertamente, los papas mantuvieron el ideal de la unidad social y religiosa de Europa y del mundo, pero fueron incapaces de promoverlo de un modo activo y realista (respetando y potenciando la diversidad de opciones sociales y religiosas), de manera que se encontraron implicado en las grandes guerras de religión de los siglos XVI y XVII, que terminaron en la Paz de Westfalia (1648).
Los jerarcas cristianos (católicos y protestantes) no sólo fueron incapaces de evitar esas guerras, sino que las promovieron, como en otro tiempo (siglos XII-XII) habían promovido las cruzadas en contra de los musulmanes, pues seguían pensando que el poder es bueno cuando sirve para extender la propia religión (que se supone verdadera).
Unas guerras de religión
De esa forma, por un lado y por otro, además de la represión violenta de los movimientos minoritarios de tipo más revolucionario (como podían ser los de Th. Müntzer o los de los anabaptistas de Münster), las duras guerras religiosas intracristianas, que se mantuvieron a lo largo casi todo el siglo XVI y de la primera mitad del siglo XVII, mostraron el rostro más duro y violento del cristianismo.
Fueron guerras donde lo fundamental era la búsqueda del poder político y social, pero estuvieron también dirigidas por la defensa de un tipo de fe, sea en versión católica, sea en versión protestante. En principio no triunfó ninguna confesión cristiana, sino que triunfaron los estados, pues se les dio la capacidad de imponer la religión sobre su territorio: «cuius regio eius et religio». De esa forma, la religión de los súbditos quedaba en manos del príncipe (es decir, del estado). Fue una derrota de los poderes eclesiásticos (obispos católicos, pastores protestantes), incapaces de buscar y encontrar la paz desde el evangelio. Fue un triunfo de los poderes seculares, especialmente de los estados nacionales.
El hecho de que unos fueran católicos y otros protestantes acabó siendo secundario. Lo esencial es que los estados (los príncipes, de un lado o de otro) tenían el poder sobre la religión de sus súbditos, de manera que podían emplear la violencia para imponerla o mantenerla (como hicieron los magistrados calvinistas de Ginebra o los reyes católicos españoles, por poner dos ejemplos).
Ha destacado el tema W. PANNENBERG, Una historia de la filosofía desde la idea de Dios, Sígueme, Salamanca 2001, 160-163. Cf. J. A. MARTÍNEZ CAMINO, «De las guerras de religión al ateísmo moderno. Una tesis de W. Pannenberg»: Misc. Comillas 47 (1989) 157-179.
Con persecuciones
En este contexto podemos recordar la historia sangrienta de las persecuciones religiosas, vinculadas por un lado a la Inquisición y, por otro, a los diversos tribunales de pureza de fe y raza, entre católicos, judíos y protestantes, como ha mostrado J. DELUMEAU, El miedo en Occidente. Siglos XIV-XVIII, Taurus, Madrid 1989.
A partir de aquí, obispos católicos y pastores protestantes aprobaron e impusieron diversas formas de Inquisición y control, para reprimir con violencia la visión de los contrarios. En ese sentido podemos recordar que durante siglos los protestantes han estado perseguidos en España. Por su parte, muchos protestantes, sobre todo en Alemania, con su propaganda anti-romana, condenaron con dureza a los católicos.
Pero a pesar de ello, a partir por algunos estados de mayoría protestante (Holanda, Inglaterra), empezó a extenderse por Europa un tipo de tolerancia religiosa que ha desembocado en la separación de la iglesia y del estado, de manera que nos ha permitido serlo que ahora somos: un continente de libertad religiosa.
En la Edad Media la iglesia católica, centrada en el Papa, se consideraba portadora de una misión universal, dirigida de un modo unitario a todos los pueblos de la tierra. Más aún, esa conciencia de universalidad católica ha seguido creciendo en los siglos posteriores, a pesar de las luchas de religión y de las divisiones posteriores, ratificadas por la Paz de Westfalia, que concedía a cada estado el poder, en principio violento, de imponer su religión sobre los súbditos. Pero, dada la pervivencia de las divisiones, ella ya no puede entenderse en forma de unificación, partiendo de un único modelo de cristianismo, sino en forma de diálogo entre las varias tendencias o iglesias cristianas.
Un deseo de unidad
En esa misma perspectiva debemos recordar que en las raíces de Europa había existido también el deseo de un tipo de unidad imperial. Primero los bizantinos en oriente y luego los germanos en occidente se sintieron herederos del imperio romano y de alguna manera quisieron imponer su modelo de unidad sobre el resto de los pueblos. Pero ambos modelos imperiales fracasaron, como fracasaron también los príncipes católicos y protestantes, que no lograron derrotar a los contrarios. De esa forma, Europa se configuró como un conjunto de estados independientes, que en principio tendían a identificarse con una determinada nación, pero que se han ido desarrollando después en formas cada vez más racionalizadas y técnicas, en un proceso no ha concluido todavía.
Esos estados podían imponer un tipo de poder dictatorial hacia dentro, a través de inquisiciones o de policías. Pero fueron incapaces de extenderlo hacia fuera: ni España ni Francia, ni Austria ni Inglaterra, ni Alemania o Italia han logrado el dominio sobre el continente. Por eso, aunque los estados hayan sido dictatoriales en su forma de vida interna, ellos han tenido que establecerse hacia fuera a través de un «pacto de naciones» e iglesias distintas, que se sienten obligadas a pactar entre sí.
Lo que en un sentido podía ser negativo (la diversidad es fuente de conflictos) ha resultado en otro algo muy positivo, pues ha permitido que triunfe la experiencia de la unidad de la diversidad, dentro de un contexto donde todos tienen derecho a la vida. Esto significa que la unidad de Europa es de tipo dialogal y sólo se mantiene a través pactos de diverso tiempo.
El proceso de aceptación mutua de los estados y grupos religiosos, que han descubierto la necesidad de reconocerse mutuamente y de dialogar entre sí, constituye un elemento clave de la identidad de Europa. Este es un proceso donde han influido, positiva y negativamente diversos elementos: la expansión conquistadora y comercial, la experiencia de la ilustración racional, las revoluciones y, finalmente, las grandes guerras civiles de los estados europeos donde, al fin, no han existido vencedores ni vencidos, de manera que Alemania e Inglaterra, España y Francia, Italia y Austria no han tenido más remedio que sentarse y dialogar, para integrarse en un concierto o pacto de pueblos? Ni Carlos V ni la emperatriz Maria Teresa, ni Napoleón ni Hitler, ni la emperatriz Victoria ni Stalin han logrado unificar bajo su cetro Europa. Por eso somos un continente de múltiples centros y diversas confesiones religiosas, un continente para el diálogo, como seguiremos viendo, a pesar de los riesgos que ofrece el capitalismo.
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