Dejamos atrás a los Reyes Magos. Y, al poco rato, llega san Antón. Una festividad muy señera en el calendario litúrgico, pues san Antón era y es el protector de los animales, y los animales, en aquel entonces, eran un recurso imprescindible para toda tarea, que se desarrollaba en el pueblo, tanto para el cultivo del campo, como para el acarreo y como medio de transporte humano. Por su trascendencia, había que agasajar al Santo, debidamente, con toda clase de honores y de atenciones; y había que acicalar el ganado con todo tipo de filigranas, ramos, adornos y cintas; y con la prestancia y galanura, que requería el buen santo ermitaño.
Antonio fue el primer monje eremita, que dejó sus bienes y optó por retirarse al desierto a vivir en soledad, con todo tipo de privaciones. Dicen que llevó pan para seis meses y que, según costumbre tebana, lo enterró, única manera posible de mantenerlo mollar durante largo tiempo.
Te preguntarás por qué, siendo ermitaño y preocupado de ayunos y abstinencias de todo tipo de carnes, se le ha convertido en patrón de los animales y también de los sepultureros. Se dice que es intercesor de los sepultureros, porque solía dormir en un sepulcro vacío; y de los animales, porque, cuando murió su compañero Pablo el Simple, otro monje ermitaño, dos leones y otros animales le ayudaron a enterrarlo; también se cuenta que, en una ocasión, se le acercó una jabalina con sus jabatos (que estaban ciegos), en actitud de súplica. Antonio curó la ceguera de los animales y, desde entonces, la madre no se separó de él y le defendió de cualquier alimaña que se le acercaba; pero, con el tiempo y por la idea de que el cerdo era un animal impuro, se hizo costumbre de representarlo dominando la impureza y, por esto, se le colocaba un cerdo domesticado a sus pies; también se le representa, en la pintura, como el gran triunfador en la lucha contra las impías tentaciones que tuvo que soportar en su penosa vida en el desierto. Además, en la Edad Media, para mantener los hospitales, soltaban unos cerdos y, a fin de que la gente no se los apropiara, los ponían bajo el patrocinio del famoso san Antonio: costumbre mantenida en mi pueblo, hasta hace unos años, en que se soltaba un cerdo, el "marrano de san
Antón", con un distintivo en el cuello, que deambulaba por las calles, como Pedro por su casa: se le daba de comer; se le cebaba y, cuando llegaba la época de la matanza, se rifaba y el dinero, que se obtenía, se repartía entre los pobres del lugar.
Con relación con esta tradición, va esta cuarteta:
San Antón era un francés,
que, de Francia, a España vino,
y lo que tiene a sus pies
es un hermoso tocino.
San Antón siempre estuvo relacionado con los grandes hielos, con las grandes nevadas y los chupiteles puntiagudos colgantes de los aleros de los tejados; pero, en los últimos años, aquellos inviernos crudos y de nevascas se han modernizado por montones de motivos antinaturales, que tienen que ver con el agujero y la desertización; un tanto de lo mismo, ha sucedido con la propia festividad de san Antón, una de las conmemoraciones más celebradas del calendario popular, que ha quedado reducida a la bendición de cuatro animales de compañía.
El día de san Antón, antaño, apenas despuntaba el día, comenzaba el ritual de la vuelta de los animales alrededor de la iglesia; se seguía un orden: abrían el ceremonial las piaras de ovejas; después, era el turno de los burros y de los cerdos; y, cuando tocaban la segunda "esquilá" a misa, aparecían las parejas de mulas bien engalanadas, con sus arreos lustrosos y con sus ancas lucidas con ramilletes de flores, en las que mostraban sus destrezas y habilidades creativas los esquiladores del pueblo, y, a su vera, los inquietos caballos.
Era preceptivo dar tres vueltas alrededor del recinto sagrado y, a continuación, se iba a casa del mayordomo a buscar el puño, que consistía en un puñado de castañas, que se asaban en la alquitara, un bizcocho y una copa de aguardiente.
Después de misa, se organizaban carreras de caballos y, por la tarde, se corrían los gallos en la plaza: se colocaban dos carros en medio del recorrido, se cruzaba una soga, de la que se colgaban los gallos por las patas, y los jinetes, con la mano en ristre, intentaban llevarse la cabeza del animal (una escena demasiado cruel), que obligó a sustituir el gallo, por las famosas cintas.
Se cerraba el día con baile en la plaza o en la puerta del mayordomo, y ya se asomaban algunas parejas disfrazadas, como prólogo del carnaval.
Rezaba el refrán: "La niña de poco seso, para san Antón, le entra el antruejo".
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