Esta semana nos dejó Zygmunt Bauman, uno de los sociólogos más influyentes de nuestro tiempo. Desde que el año 2010 recibiera, con Alain Touraine, el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, sus reflexiones han traspasado las fronteras de la academia para situarse en los niveles más básicos de la opinión pública. De hecho, los conceptos de 'modernidad líquida' o 'sociedad líquida' que han caracterizado su obra ya se usan con cierta familiaridad en todos los ámbitos de la comunicación humana.
Son conceptos que tienen una especial fuerza para describir intuitivamente lo que está pasando en la vida pública, como si en las instituciones y las relaciones sociales ya no hubiera nada sólido y permanente, como si nos hubieran abandonado las certezas. La incertidumbre parece la gran certeza. Si fijamos la atención en el ámbito de los partidos, el peso no lo tienen los valores, los principios o las convicciones, sino las coyunturas o las oportunidades. En las gestoras y los comités se ha instalado una fórmula 'líquida' de hacer política donde es un demérito tener principios o mantener tradiciones. Es tiempo de líderes líquidos para organizaciones líquidas. Y en la administración está empezando a suceder lo mismo porque los técnicos tienen miedo a firmar, están sometidos a autoridades 'líquidas' que cambian arbitrariamente los criterios de valoración.
Bauman no ha sido un sociólogo convencional, ha estado menos pendiente de las estadísticas que de la memoria. Pero no la tecno-memoria de los Big Data sino la memoria moral de la humanidad construida después del Holocausto. Con ello no plantea una sociología moralizante sino una sociología reflexiva que denuncie la facilidad con la que la razón científico-técnica se va olvidando de los valores porque reduce las personas a números o funciones. En su última obra, que lleva por título 'Extraños llamando a la puerta' denuncia el lenguaje amnésico de un Occidente y unas sociedades del bienestar donde tendemos a deshumanizar al otro (extranjero).
La deshumanización que hacemos del 'otro' allana el camino para legitimar su anulación. Algo que comprobamos cuando reducimos las migraciones a un problema de delincuencia o seguridad represiva. Algo que comprobamos también cuando en la vida cotidiana deshumanizamos al adversario, lo reducimos a su condición animal y lo convertimos en chivo expiatorio. Algo que está dentro de formas tecnocráticas de organización que excluyen la compasión, la piedad o la santidad de las víctimas como categorías fundacionales de la vida en común. También dentro de unas ideologías que se construyen como velos que impiden ver directamente la vida. En definitiva, una deshumanización galopante y una instalación en la incertidumbre que espolean para construir una vida pública que vaya de la hostilidad a la hospitalidad.
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