Toño tiene 9 años y Rosi 10. Como todos los niños, han tardado muy poco tiempo en congeniar. Se han conocido un domingo cuando acompañaban a sus padres a la residencia de ancianos donde ambos tienen a sus respectivos abuelos: Toño a su abuela y Rosi a su abuelo. Es curioso; los niños se han hecho amigos a la media hora de conocerse y sus abuelos, que llevan dos años compartiendo hogar, la conversación más larga que habían mantenido hasta ahora era: buenos días, o buenas tardes. Desde que sus nietos juegan juntos, han estrechado su amistad. Ya saben de qué pueblo es cada uno, desde cuándo están en la residencia, cuántos hijos y nietos tienen o cómo andan de salud.
Decir que los ancianos son felices es no decir toda la verdad. Es inevitable que echen de menos ese hogar que formaron hace tantos años con el esfuerzo del matrimonio. La llegada de los hijos, su educación y verlos crecer a la vez que se superaban algunos problemas importantes, todo ello ha llenado buena parte de su existencia. Pero el reloj de la vida no para y, casi sin darse cuenta, llegó el momento de la soledad. Los hijos fueron formando su propio hogar y, por culpa de la edad -también de la salud- vieron cómo se marchaban para siempre sus respectivos cónyuges. El golpe fue tan duro que materialmente se les vino la casa encima. Haciendo un esfuerzo, y bajo el cuidado de su familia, han vivido solos unos años bajo ese techo que arropó un día a todos los suyos. La naturaleza es tozuda y llegó ese momento en que la salud ?y la cabeza- aconsejaban no permanecer solos en el hogar. Cónclave de la familia. Hay opiniones para todos los gustos. Lo triste es que no siempre se toman las decisiones contando con el anciano. También es cierto que, por su particular carácter, algunos ancianos se muestran más comprensivos que otros a la hora de admitir esa nueva situación que lleva aparejado un cierto desarraigo.
Escarbando un poco bajo la vida de no pocos de los ancianos de esta residencia ? y de todas las demás- te encuentras situaciones muy difíciles de comprender. En tema tan delicado no es bueno generalizar. Es cierto que el modo de vida ha cambiado desde que ellos eran jóvenes. Un porcentaje muy alto de ancianos se ha visto obligado a cambiar el entorno rural por el urbano, donde la misma estructura de las viviendas dificulta no poco la posibilidad de albergar cómodamente a una persona mayor. Pero, si escarbas otra capa más, descubres situaciones no digeribles. La delicadeza que demuestran estos ancianos no logra enmascarar lo ingrato de su situación. Algunos hijos deberán responder ante su propia conciencia del alejamiento que muestran con los seres que dieron todo por ellos. No es humano "aparcarlos" fuera de su entorno y, pudiendo hacerlo con más frecuencia, escatimar esas visitas que tanto esperan. El último lamento que escuché de labios de una anciana desgarra las entrañas más duras: "Hija, qué suerte tienes, que a ti te vienen a ver todos los días; a los míos se les pasan los meses sin venir, y eso que viven más cerca que los tuyos".
En la historia que hoy nos ocupa, los dos ancianos han superado los primeros momentos de soledad; bien es verdad que ambas familias han contribuido al máximo frecuentando sus visitas una larga temporada. Superada esa etapa, y por culpa de sus nietos, los dos ancianos han estrechado su amistad; se buscan en los ratos libres y ya se consideran casi de la familia. Además, como buenos creyentes, son conscientes de que su paso por este mundo no podrá prolongarse mucho tiempo y procuran estar a bien con Dios y ayudar en lo que pueden. El abuelo de Rosi siempre fue eso que se llama un "manitas". Desde que está en la residencia, acompaña a la persona encargada del mantenimiento ayudando a solucionar problemas en la instalación eléctrica o en pequeños desperfectos de carpintería. En su casa siempre tuvo una habitación como taller de herramientas. Desde que su nieta comenzó a visitarlo, está dándole vueltas a su cabeza para darle una sorpresa. Sus caudales no llegan para comprar esos juguetes tan sofisticados que usan los niños y, de acuerdo con el encargado, se las ha ingeniado para fabricar una peonza sirviéndose de un taladro eléctrico y un taco de madera de encina. Hay que decir la verdad, el primer intento fracasó, pero el segundo fue una estupenda peonza a prueba de niños movidos. El juguete tuvo tanto éxito que ?estaba cantado- el abuelo tuvo que hacer otra para Toño.
Algo tan simple como dos niños y una peonza han sido suficientes para llevar la alegría y la ilusión a dos ancianos que, en medio de más ancianos, se sentían enfermos de soledad. Esta sociedad tan evolucionada y tan materialista, que parece empeñada en acabar con el verdadero significado de la palabra familia, ve cómo crece nuestra esperanza de vida y, salvo honrosísimas excepciones, tiene reservado para todos nosotros un final similar al de los protagonistas de este relato. Si no volvemos sobre nuestros pasos y devolvemos a los nuestros lo mucho que los debemos, lo que hoy hagamos con ellos servirá de ejemplo para las generaciones venideras. Esos niños que juegan con la peonza, aunque no nos demos cuenta, están viendo de reojo el comportamiento de sus padres con los abuelos. O adquieren de mayores la formación y personalidad adecuadas para tratar con mimo a sus ancianos o, de lo contrario, harán lo que hoy están viendo. De todos nosotros depende.
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