El final del año se acerca, y como si fuese una especie de competición comparativa en la que se trata de batir alguna marca, la cifra oficial de mujeres asesinadas se publicita como alcanzando o sobrepasando la contabilizada el año pasado, cual si la disminución o aumento de esa cifra pudiese significar para alguna diabólica estadística un triunfo o un fracaso. Después, a partir del primer día del próximo año, parecerá como que todas y cada una de las mujeres muertas hasta diciembre han sido archivadas, clasificadas, numeradas y definitivamente olvidadas en los cajones de la iniquidad y la molicie, y se iniciará una nueva lista sin nombres en la que cada tragedia se ocultará tras el ordinal que la empaqueta entre otras dos igualmente ocultas. Y así sucesivamente, año tras año, los nombres, los gritos, el sufrimiento, la angustia, la desesperación y finalmente la sangre de cada una de las víctimas de la mal llamada violencia de género, son sumidos en la puerilidad desatenta de una numeración irrelevante, inútil y, posiblemente, contraproducente.
El problema de la violencia y el crimen contra las mujeres, que es contemplado en España con un desinterés social e institucional que roza la complicidad, y un acostumbramiento callejero rayano en la indiferencia, se agrava cuando se siguen potenciando desde instituciones públicas rituales, celebraciones, costumbres o hábitos directamente relacionados con la primacía del machismo y la aceptación del papel secundario que en las sociedades zafias, estúpidas, machistas y misóginas como la nuestra, se sigue otorgando a la mujer.
En los rituales religiosos del matrimonio y sus liturgias, que insultan gravemente cualquier principio de igualdad y respeto hacia la mujer, se gesta el crimen; en la utilización cotidiana del lenguaje realizada sin el menor atisbo de atención ni ánimo de corrección de los insultos implícitos y explícitos contra el sexo femenino, se fragua la dominación; en las celebraciones que disfrazadas de tradición costumbrista remachan la vejación hacia las mujeres mediante la asignación de trabajos, obligaciones, vetos y guetos, apartados, excepciones, servidumbres o desprecios, se construye la agresión; en la general extensión de la injusticia de asignar a la mujer los más duros trabajos domésticos, de atención a la prole o de sumisión servil a los autodenominados maridos-reyes-de-la-casa, se recuece el desprecio; en el papel de adorno, objeto, trofeo o captura asignado mental y socialmente a la mujer por su misma pareja y por los coros de descerebrados que harán en su caso lo mismo, se está anunciando siempre un trágico final. Las causas de la conciencia de propiedad sobre la mujer que implícita o explícitamente exhiben, ostentan y pregonan tantos hombres que ni merecen ese nombre, generan también las condiciones de menosprecio y marginación que llevan en demasiadas ocasiones a criminales desenlaces, sobre todo cuando la mujer toma conciencia de su situación y se propone corregirla, es decir, ser libre y respetada.
Es el crimen machista, el asesinato de mujeres por sus parejas o exparejas, una de las mayores aberraciones sociales y una realidad que, fruto del desinterés por el sufrimiento y el individualismo egoísta que nos ciega para ver la angustia, nos abarata como comunidad y nos envilece como individuos, pero cuyo principal responsable, el asesino, no es más que parte de una cultura, por llamarla de algún modo, abocada al desprecio a la mujer, cómoda con su servidumbre y mantenida tanto por mujeres como por hombres cuya vagancia mental, falta de inteligencia, machismo, desatención, torpeza, indiferencia, estupidez, desprecio y amoralidad los convierte en cómplices directos de todas y cada una de las angustias de la mujer maltratada, de todos los sufrimientos de la despreciada y vejada, de los infiernos callados de la marginada e insultada y, finalmente, de cada súplica, cada grito y cada gota de sangre de cada asesinada que, cual si fuese una festiva lista de trofeos a la indiferencia, venimos a iniciar desde cero cada primer día del año.
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