¡Ay mísero de mí! ¡Ay, infelice!
Segismundo era optimista. Si no lo hubiera sido, no estaría aquí. Terminó la carrera y lo que consideraba una utopía se volvió posibilidad real. Pudo quedarse en un grupo de investigación de su Universidad. Se le abrió la enorme ventana no sólo de profundizar en sus estudios, sino a medio plazo de hacer ciencia, de crear conocimiento en ámbitos nunca jamás surcados. No se lo podía creer.
Segismundo ahora está encadenado. Ni sabe cómo, ni sabe cuándo. Le llevaron por una escalera oscura a las más hondas profundidades de la fortaleza. Le sujetaron con fuerza y le encerraron en unas tinieblas amargas. Ahí sigue preguntándose los porqués. A lo único que ha llegado es a un monólogo continuo de queja, un ronco sonsonete al que no consigue acostumbrarse.
Segismundo sabe que la institución a la que decidió dedicar su vida no tuvo un origen casual. Los gobernantes del momento necesitaban apoyo sólido. Era preciso formar a un conjunto de especialistas que pudieran fundamentar con argumentos filosóficos y jurídicos el fortalecimiento de la monarquía, en lucha en esos momentos con otros poderes heterogéneos que estaba logrando someter.
Segismundo, aún en las mazmorras, tiene una mente científica. Analiza qué ha pasado y trata de explicarse su situación. No con finalidad concreta alguna, solo para saber. Lo que a él siempre le ha gustado es saber. Y así, no se explica cómo, tratando de hacer las cosas bien, se llegó a ver en estas. No para de darle vueltas.
Segismundo vio bien pronto que las cosas no eran como él esperaba. Calculó a tanto alzado que el tiempo que dedicaba a reflexionar de manera crítica sobre cualquier cuestión compleja de interés, era mucho menor que el dedicado a mostrar, a no sabía quién, lo que quería investigar, con qué método pretendía hacerlo, con qué finalidad, y con qué provecho directo para la ciudad donde vivía. Hasta le hacían buscar empresas que estuvieran entusiasmadas por lo que él pretendía hacer. A él, que creía tener clara la diferencia entre ciencia y tecnología.
Segismundo, desde el fondo de la oscuridad, no deja de pensar en el exterior y, aún sin querer, con los brazos sometidos por los grilletes, no para de comparar su situación para apurar sus desvelos. "No era esto, no era esto?". Oye en una celda vecina. Ve que no está sólo en su desasosegante situación. Pero no se consuela en absoluto.
Segismundo fue siempre cumplidor. Le gustaba discutir todo, pero de manera razonable. Esa era su actitud ante la vida: ser crítico para mejorar su objeto de estudio, para descubrir los errores argumentales, las incoherencias sistémicas, para explicarse mejor la realidad y poder influir en ella. Procuraba seguir las directrices que durante largo tiempo y con paciencia había aprendido.
Segismundo se dedica ahora a pensar en cristales, en peces, en brutos y en aves. Muchos dirán que se ha vuelto loco. La razón que regía sus pensamientos y sus actos en algún momento se debió quebrar. Su salmodia continua como un sórdido lamento.
Segismundo en su día se dio cuenta de que una enorme estructura instrumental le estaba avasallando, sin razones evidentes. Ni siquiera se trataba, como antaño, de reforzar las bases del poder establecido. Había que hacer maravillas para cumplir los criterios a fin de obtener el sello de excelencia. Una vez alcanzado, eso ya no valía; con suerte le darían unas migajas, pero debía modificar su organización. Tenía que perder valiosas horas en cumplimentar decenas de formularios para algún día ser algo así como unidad consolidada, en la que debía negar sus propias esencias. Fue cuando empezó a pensar que ya bastaba. Era una lucha contra la nada.
Segismundo ahí sigue, medio desnudo con sus harapos y con su desesperanza. Una vez desde lejos por casualidad lo oí, cuando vigilaba la prisión. En realidad me dio pena. Tenía una rara fijación en la cabeza, una idea que no acabé de entender y a la que a veces le doy vueltas. El muy iluso clamaba contra los muros sordos. Hablaba de una extraña entelequia. Casi me da vergüenza contarlo. No me hagan demasiado caso, pero me pareció intuir que, con las fuerzas que le quedaban, tenía el atrevimiento de pedir ni más ni menos que la libertad del investigador.
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