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Aislados
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Aislados

Actualizado 12/12/2016
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Se miran con ternura. Como lo han hecho siempre. Y ahora además con temor. Los años han hecho mella. No lo dicen, pero cuando se miran el uno al otro, cada uno piensa cuánto ha envejecido, qué torpe está. Se les olvidan las cosas del día anterior y la mente les rebosa de viejos recuerdos, algo idealizados, de cuando eran jóvenes. Casi todos de antes de conocerse.

Se sientan en sus sillones, miran la tele de vez en cuando, pero ya nada les entretiene. Es como si escucharan un parsimónico sonsonete de bobadas y ocurrencias que no terminan de entender. Esa obtusa ventana a la realidad se les ha ido haciendo cada vez más extraña. Como si hablara en otro idioma; en el fondo de cosas que no les interesan nada.

Cuando salieron del pueblo, recién casados, se comían el mundo. Todo estaba por estrenar. El optimismo que siempre ha regido su vida les empujaba hacia la ciudad y les daba fuerzas suficientes para enfrentarse a lo desconocido. La vida no fue fácil. Trabajaron duro. Aunque cuando vieron que los hijos no venían, se dieron un largo respiro: para qué dejarse la piel. Los sobrinos les conocían de lejos y nunca se habían interesado por ellos. Ahora están solos y tienen miedo.

Esta semana han cerrado el supermercado de abajo, dicen que para poner una tienda de chinos. Eso ha sido la gota que ha colmado el vaso. Ahora no saben qué hacer y se sienten paralizados. El paisaje de certezas que les rodeaba se ha ido desmenuzando como si fuera de nieve. Pero en lugar de una primavera florida se les ha venido encima un rotundo otoño.

Ella lo ha intentado varias veces. Primero decidida, como lo hacía siempre. Pero cuando ha visto que su energía no es la misma se ha acobardado y ni se atreve a levantarse de ese sillón desgastado, por el que han pasado tantas confidencias cotidianas. Porque en realidad se han llevado siempre bien. No existe matrimonio sin desavenencias, pero en general se han entendido en todo.

Cuando él ha visto a su mujer tan frágil y encerrada en sí misma, le ha dicho que lo intentaría él mismo. Que no se preocupara, que él siempre fue bueno con estas cosas. No es que haya sido un atleta, pero por su constitución y por su trabajo tuvo siempre unas piernas enérgicas, que respondían a cualquier necesidad. Por eso ha sido duro comprobar que ahora no son suficientes.

Lo ha intentado, pero ya no le responden como antes. Debería haberlo adivinado y se la han venido encima y de golpe las limitaciones de la edad. Se sienten desamparados, como si hubieran perdido el manual de instrucciones. Confían que lo que tienen en la nevera les dure para toda la semana. Y luego ¿qué van a hacer?

La pregunta retumba en sus conciencias. Apenas conocen a los vecinos, que van cambiando constantemente como corresponde a una ciudad estudiantil. La edad les ha hecho desconfiados y ni se les ocurre pedir ayuda a nadie. La sorpresa inicial, dio paso al pánico y ya está empezando a dominar la resignación. Una resignación irracional porque están bloqueados.

Ya ambos sospechaban que cuando cambiaron los semáforos por otros más modernos terminaba una época. Pero no previeron que la renovación les traería el desastre. No habían constatado que su paso es lento, hasta que cada uno por su cuenta han tratado de cruzar la calle. Los segundos pasan veloces y ni les da tiempo a llegar a la mitad cuando empieza el verde a parpadear. Les toca volver a la acera angustiados y atravesar hasta el supermercado de enfrente se ha convertido en un imposible.

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