Los comentarios a la victoria de Trump están generando páginas sorprendentes en la prensa escrita. A las pocas horas de conocerse el resultado, Pablo Iglesias publicó un artículo que atribuía esta victoria al «momento populista» del candidato republicano. Les faltó tiempo a Rosa Díez y Fernando Savater para señalar que no hay un populismo bueno representado por Iglesias y otro malo representado por Trump. En la misma línea se pronunció Esperanza Aguirre en una interesante y sosegada conferencia que impartió el pasado viernes en las aulas de la UIMP, cuando describió las relaciones entre populismo y totalitarismo.
En su intervención, Aguirre explicó que estamos ante una nueva cepa de un virus con capacidad para mutar en determinados momentos de la historia. El optimismo político que había generado la caída del muro de Berlín, la ligera proclamación del final de la historia por parte de Fukuyama y los cantos de sirena sobre la muerte de las ideologías, han sido sustituidos por el vértigo pesimista y preocupante cuando comprobamos que el cáncer del populismo sigue vivo.
A nuestro juicio, aunque haya rasgos diferentes en los discursos de Trump e Iglesias, los dos parecen inspirarse en lo que René Girard llamaría «políticas de Caín». Los dos se han basado en una ingeniería argumental que desata hostilidades, con un lenguaje maniqueo de eficacia mediática, con veredictos simplificadores sobre sus contrincantes. El adversario ha sido sustituido por el enemigo y se hace todo lo posible para despojarle de su legitimidad democrática. En lugar de construir juntos un país desde el respeto a las diferencias, el populismo introduce cizaña en la vida pública, energía negativa y destructiva; además, promueve la algarada institucional e impone prácticas intimidatorias.
En este contexto, los responsables del Pacto del Botánico tienen un serio problema con este populismo porque lo han alimentado entre sus huestes. Si analizamos los discursos de las campañas electorales que les llevaron al poder, comprobamos la utilización del maniqueísmo, la intimidación, la simplificación y la utilización de las políticas del odio. Junto a la legitimación de payasadas, camisetadas y gestos frikis, estos grupos no han utilizado los datos sobre la desigualdad o la pobreza para trabajar por la justicia sino para activar la envidia. Hemos comprobado que este populismo municipal y autonómico, más cercano y próximo, no promueve razones, argumentos y valores sino caínismo emocional. Llevan los problemas al campo de las emociones y terminan simplificando los asuntos complejos. El populismo de la derecha extrema coincide con el de la izquierda extrema en unas política de comunicación directa, como si las prácticas demagógicas tuvieran que sustituir al debate de las ideas. Al prescindir de argumentos podemos afirmar que también, en estos temas, los extremos se tocan.
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