Suelo escuchar los fines de semana un buen programa de radio, A vivir que son dos días. Lo dirige un inadaptado (inadaptado aquí) ex corresponsal en EEUU, Javier del Pino. Lo hace bien. Bueno, casi bien. Es un programa diferente. A veces tan diferente que uno se pregunta si este contenido que ahí se encuentra es propio de nuestra realidad o de otra. Para bien o para mal, en ocasiones. Es lo que se dice un programa de radio que va a su bola. Y tanto.
Eso de ir a paso cambiado pues puede resultar grato, fresco y renovador un día, pero otro desastrosamente anacrónico, oportunista y de poco gusto. Y eso le suele ocurrir cuando trata temas de política añeja y encima sus analistas preferidos son otros corresponsales (extranjeros aquí, o españoles en el extranjero tan lejanos de onda con esta realidad que parecen de otro planeta). Eso a veces resulta curioso y bueno y otras muchas una tertulia de inadaptados y extraterrestres.
Hace unos días llenó el tiempo y el espacio radiofónico con unas entrevistas a homosexuales masculinos que expresaban su calvario ("calvario") de jóvenes en la familia y en la sociedad por su condición. El mérito único parecía ser solo ese, ser homosexuales. Eran dramas ("dramas") personales. Tan personales (pensaba yo) como tener unas orejas grandes, ser más bajo de lo normal o andar con pies planos. Y ese argumento me pareció pobre ("pobre"), para un programa que intenta ser diferente, escogido y con sello especial. El venir a remarcar un hecho sobre gustos o identidades sexuales y tratar de hacerlo desmesurado y bandera de algo, me parece exagerado, tópico ya, e injusto. Por eso les propongo (y sé que no me harán caso) que den cabida pública a quienes nacieron bajitos o muy altos, narigudos, flacos o gordos, o se quedaron calvos con prontitud, al que fue niño empollón y no jugaba, el tímido imposibilitado para relacionarse, o el que era incapaz de llevar el ritmo y bailar. Todos esos también han pasado calvarios ("calvarios") y merecen una mirada o audición compasiva. Yo creo que sí.
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