Martes, 24 de diciembre de 2024
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La banalización de la muerte
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La banalización de la muerte

"En todas tus acciones, acuérdate de tu fin y no pecarás jamás" Eclesiástico (Eclo 7, 36) Solo frente a la muerte la vida alcanza la conciencia de sí Jorge V. Aguirre

En este día recordamos en comunidad a nuestros difuntos, la iglesia los encomienda a la misericordia de Dios, con la esperanza de la resurrección. Rezar por los difuntos cristianos, familiares y amigos viene de lejos, ya lo hacían los judíos en el Antiguo Testamento. Los primeros cristianos veneraban a sus difuntos, posiblemente no de forma muy diferente a los judíos, de forma piadosa, ya que los cuerpos pertenecen a Dios y un día han de resucitar.

La relación con Dios se resuelve en el interior del corazón del hombre, no está ligado a ningún recinto sagrado, a ningún templo fabricado por las manos humanas. La auténtica religación y apertura a la transcendencia tiene lugar en el mundo, con sus contradicciones y absurdos. El mayor de esos absurdos es la muerte, ese molesto aguijón que a veces nos impide vivir a ras de suelo. Muchos se rebelan contra ella con una cierta acusación ante el absurdo llevándoles para reafirmar la vida a la solidaridad. Otros, quieren ponen su confianza en Dios e intentan dar sentido con esperanza, llevando la misericordia y la resurrección a las necesidades humanas de aquí y ahora. También están los que intentan no recordar, expulsando la muerte de la república de los hombres, olvidándola como si de algo obsceno se tratara.

Hasta el siglo XX, la muerte estaba plenamente integrada de un modo u otro, en la vida social, en la cultura. Desde el hombre del paleolítico, las primeras culturas fueron capaces de familiarizarse con la muerte entregándola en su mundo y en la vida. No se conoce una cultura mínimamente desarrollada que no recuerde a sus difuntos, que no los acompañe a la otra vida con ritos religiosos, que no guarde memoria de sus antepasados. Nuestra sociedad globalizada, ebria de ciencia y tecnología que deshumaniza y cosifica al hombre, ha decidido olvidarla y vivir como si no existiera.

La sociedad ha desarrollado y tejido un mando de invisibilidad en torno a la muerte, retirándola de la vida a la marginalidad de hospitales y tanatorios. Se silencia el dolor, éste perturba el en exceso a las sociedades del bienestar, en las que ser feliz se ha convertido en una obligación, casi en un imperativo. La muerte es algo obsceno que hay que ocultar. El tabú de la muerte ha reemplazado al del sexo, los procesos naturales de corrupción y decadencia han devenido repugnantes, como lo fueron hace un siglo el nacimiento y la cópula. Los niños se familiarizan con el sexo en edades cada vez más tempranas y se les oculta la muerte de cualquier familiar o se le comenta que el abuelo ha salido de viaje.

Lo más nos llama la atención es que en los medios de comunicación sea tabú hablar de la muerte, se considera como una ofensa al decoro. Pero al mismo tiempo, casi en paralelo, se pueden contemplar imágenes macabras de asesinatos de guerras, incluso de niños bombardeados sin herir la sensibilidad del espectador. Esa violencia televisiva, esa sangre derramada en cada imagen de cuerpos estallando en pedazos desde la comodidad del sofá, apuntan una banalización de la muerte. La cantidad de muertos que se ven en televisión parecen fomentar la idea de que somos desecho, piezas reemplazables de una maquinaria de consumo.

Muchos hombres y mujeres viven la muerte como si no existiera, se aferra a las cosas, posesiones, proyectos, negocios, dinero, seguridad, bienestar, como si fueran perdurables. No se dan cuenta que podemos morir en cualquier momento, por una enfermedad, un accidente, casa día se materializa la fragilidad de la vida. Pero se vive en un silencio impuesto, no solo se oculta la muerte en sociedad, también al propio enfermo como si fuese un niño al que proteger. Hace unos años, el médico asumía la responsabilidad de decirle la verdad al moribundo, ahora se ha quedado sin nuntius mortis. Con ello se le priva de protagonizar su propia muerte y poder prepararse para el último acto de su vida.

Incluso los creyentes, en lugar de remar a contracorriente, se diluyen en el rebaño obediente de lo políticamente correcto. Se puede constatar que en muchos púlpitos o espacios creyentes se ha claudicado y no se habla de ciertas verdades de la fe como los novísimos. Esto podía ser interpretado como una vuelta a los antiguos paradigmas religiosos. Para qué hablar del sentido profundo de la muerte, para qué inquietar los sentimientos de los que no creen, salvo honrosas excepciones en algunas iglesias, muchos funerales se adornan con sermones de funcionarios eclesiásticos ante una audiencia indiferente.

Es importarte recordar la muerte, no para abatirnos sino para embellecer la vida y vivir cada momento con mayor conciencia y lucidez. La muerte no es el último acto de la existencia. Es un proceso que se va realizando a lo largo de toda nuestra existencia. Un proceso donde la libertad toma partido, si aceptar o protestar contra ella. Para el que tiene esperanza en resurrección, no es la muerte la que está en juego, es la aceptación o no, del amor de Dios que se nos ofrece. No es la muerte quien tiene la última palabra, sino Dios. La resurrección de Jesús nos recuerda que Dios está ahí, no es un Dios de muertos sino de vivos. Quiere que seamos bienaventurados, que no aplacemos para el más allá, que tengamos pasión por la vida y así poder disfrutar de lo mejor de la existencia. Y lo mejor es que el amor que la muerte, podemos perder la fe y la esperanza, pero nunca el amor que no pasa jamás. Vivir recordando y haciendo el bien es la mejor manera de adentrarnos en el misterio de la muerte que no es más que la puerta para una verdadera vida.

Pon Foto: Alex López/ SALAMANCArtv AL DÍA

Foto: Alex López/ SALAMANCArtv AL DÍA

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