Hacía frío esta mañana, cuando salí a dar mi paseo diario por los senderos de la Aldehuela. Todavía asomaban sus cabezas las atracciones de la feria, y las caravanas guardaban un silencio absoluto, y, aún conservaban el orden, que les habían trazado los municipales. Nadie se asomaba a sus ventanillas, posiblemente, porque no tenían nada que ver, pues ni lo pájaros se entretenían en armonizar su sueño.
Me detuve ante una parcela de escarolas, que se recreaba con el cosquilleo que el sol prendía en las gotas de escarcha, preludio del otoño que termina de estrenarse. Intermitentemente, me cruzaba con alguna pareja, que también obedecía el consejo médico de desperezar los músculos, al menos, una hora al día. Se cruzó conmigo un camión grande, lleno de graba, que servirá para ultimar la rampa de la mastodóntica pasarela, que unirá la margen de acá del río con la isla y Santa Marta; y espantó, también, una pequeña piara de ovejas, que arrebañaba las puntas de un hierbajo verde, que había brotado, a la vera del camino, al amor de las lluvias de la última tormenta. Y, con estas, me interné en el recinto natural y proseguí mi terapia; iba solo, como casi siempre; miento, esta mañana me acompañaba mi sombra como casi todos los días, me percaté de ello, porque el sol me fustigaba la espalda y me proyectaba contra el suelo polvoriento. Mi sombra era oscura y braceaba y gesticulaba como yo. Avanzaba como queriendo hacerme de liebre, e iba a mi ritmo; y, a veces, los árboles la partían en pedazos, cuando se filtraba entre las rendijas de las ramas, como si fuera un puzle claroscuro o moteado. Y cuando los árboles no me dejaban distraer con el jugueteo pausado de mi sombra o de mi media sombra, mi mente se concentraba y pensaba en cosas: unas importantes, y otras, intrascendentes, el caso es que mi mente también seguía el consejo del médico y hacía su terapia. El olivo me enseñaba ya sus racimos de aceitunas en ciernes y, de mi izquierda, me venía el ruido molesto de las máquinas que desmochaban los retoños y la broza reseca, que afeaba los entresijos de la alameda; y, en el río, atisbé una panda de patos que alimentaba, opíparamente, un gentil personaje desde la orilla. Ya se habían desmantelado los chiringuitos, y recogido todos sus avíos y achiperres.
Y llegué a casa, y, mientras me acicalaba y me ponía de nuevo, la radio contaba las mismas cosas que ayer y las de todos los días, con la misma voz, con las mismas intenciones y con los mismos argumentos vacíos de contenido; y salí a la calle, y me topé con la actividad de todos los días, y con la misma gente, movida por los mismos afanes, anhelos, angustias y privaciones; y, dentro de este mar de ajetreo y de normalidad ordenada, concluí: las personas nos apañamos mucho mejor sin tanto cacique inútil y maleante.
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