De que se ha ido la lluvia,
cuando al anochecer
se van los pájaros de Delhi,
el cielo se torna
de un verde nunca visto
(acaso sea un pálido esmeralda)
y desde las raíces
del árbol centenario
va ascendiendo
la música y el canto del sufí.
Como sangre embriagada,
como un fuego muy verde,
asciende en busca del verde del cielo
y, al fundirse,
dan lugar a la noche.
En la sombra, las sombras
de dos mujeres
escuchan.
Tan sólo por sus ojos
que centellean
sabemos que son jóvenes,
pues envueltas e
stán
en unos velos negros
muy leves.
Sólo abajo,
como de nieve,
se ven arder sus pies
descalzos, una leve
libertad
misteriosa
que relumbra
en sus uñas de plata.
Y sin embargo,
sumido en este gozo de la música,
yo pienso que hay
en otra parte, una realidad
suprema.
No está en nuestra cabeza,
ni en nuestro corazón,
Está en el alma de esta noche india
que nos parece nuestra.
¿O no lo es?
¿O lo será el día
en que regrese el rayo
del éxtasis
para no irse jamás,
para no irse jamás.
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