Joaquina peinaba repetidamente a su caniche. Mientras me acercaba, me hice una pregunta: ¿por qué peinará tanto al animal si tiene ordenado su pelo? Pasaron unos instantes y, como traída por una ráfaga de viendo, llegó a mi mente la respuesta; fue como si alguien, atento a la pregunta, me hiciera llegar sus razones.
Efectivamente, el animal no necesitaba ser peinado pero Joaquina, al realizar esa actividad, asignaba un destino a su tiempo. Asimismo, a través de las caricias que prodigaba a la mascota, descargaba la ternura que no podía entregar a sus seres más queridos. No es que no los tuviera, pero al estar tan alejados, era imposible compartir con ellos lo más preciado que tenía.
Ese amor que en ocasiones nos desborda, se transforma en soledad, cuando no tenemos cerca de sus destinatarios. Por eso la anciana se abrazaba a su mascota. Aquella tarde, mientras la miraba, sus ojos se bañaron en lágrimas. No le pregunté por qué lloraba, lo sabía perfectamente. Momentos después, le entregué un pequeño obsequio que le había comprado y me despedí con un beso.
Bajé andando la escalera, y al retomar el curso de mis ocupaciones, no podía olvidar mi encuentro con Joaquina. Reflexioné con más calma sobre lo que había vivido. Consulté estadísticas y quedé sorprendido al comprobar que, más de cuatro millones y medio de personas viven solas en España, esto supone que, el diez por ciento de la población, se encuentra en esta situación.
Esta realidad, resulta más dolorosa cuando las fuerzas flaquean y los recuerdos, como en cascada, no dejan de golpear el alma. El caso de Joaquina es uno de tantos. Creo que los responsables de las instituciones tienen un enorme campo donde actuar.
El modelo de sociedad que hemos creado deja en la cuneta a demasiada gente. Pues, si la familia ya no responde a sus miembros con la protección que en otro tiempo les dispensó, habrá que inventar otras formas de atender a las personas en la última etapa de su vida.
En alguna de mis columnas he defendido la integridad de la familia. Bajo su protección, crecieron nuestros mayores; con su apoyo, dejaron también la vida. Antiguamente, la familia cumplía con sus obligaciones. Pero hoy, con el cambio de costumbres, y la pérdida de los valores que ayer la hicieron fuerte, la institución familiar, no se encuentra en su mejor momento.
Mi encuentro con la soledad, además de impulsarme a escribir estas palabras, me obliga a recapacitar sobre un problema para el que no hay soluciones a corto plazo. Si los lazos que unieron a las familias no se pueden recomponer, habrá que pensar en otros modelos de convivencia.
Las leyes por las que nos regimos tendrán que ser modificadas para establecer otros vínculos entre los seres humanos. Pues, la falta de recursos, no debe condenar a las personas a pasar la última etapa de su vida sin los cuidados necesarios. Muchas de esas personas, abandonadas a su suerte, son hoy víctimas del olvido y la soledad.
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