Terminaron las ferias, gracias a Dios. Y digo esto no porque sea partidaria del silencio ?que lo soy- pero eso no me impide celebrar bulliciosamente los grandes momentos de fiesta, y las ferias son eso: un período durante el año en el que celebramos la alegría de seguir vivos tras un año de gozos y penas, pues eso es la vida, lo bueno y lo malo. En las ferias exteriorizamos nuestros sentimientos más positivos, porque en el fondo todos anhelamos que la vida al final sea una gran fiesta, lo esperamos aunque no sabemos si ocurrirá.
Cuando yo era niña, las ferias eran para mí un momento especial. Cerraban el verano, estación infantil por excelencia por cuanto encierra de ocio y diversión, y eran el colofón antes de volver al colegio. Yo entonces veía las ferias esencialmente como los caballitos, los chocones, la noria, el circo y el pollo asado que nos comíamos ?mis padres y mis hermanos- al cerrar la visita al ferial. Todo el año anhelaba ansiosamente ese momento y era feliz cuando llegaba. Pero eran también otras cosas: como mi padre era y es muy aficionado, me llevaba algunas tardes a los toros, que me resultaban una experiencia mágica por los vestidos de los toreros, por el riesgo que corrían ante aquellos toracos, por la música que interpretaban durante las faenas, aunque también me daba mucha pena ver a aquellos preciosos animales picados, banderilleados y matados, mi experiencia era ambivalente. A lo que se añadían las calles bulliciosas, los conciertos en la Plaza y los aperitivos no habituales a los que nos invitaba mi abuelo.
Por eso mismo, mi sensación actual es de melancolía y a veces de decepción. El motivo principal viene por la gran aportación de los últimos años: las casetas. He elogiado públicamente la idea porque nuestras ferias llegaron a amuermarse y parecían unos días como otro cualquiera, y la fiesta no se notaba. Recuerdo que hubo años en que se intentó reinventar en Salamanca el tema de las peñas, a imitación de Pamplona y otros lugares, pero eso fracasó, y al final las ferias seguían siendo solo las atracciones del ferial en el extrarradio de la ciudad, y poco más porque las corridas apenas si se notaban. Por eso me pareció que estuvo bien la idea de las casetas porque sacaron a la calle a la gente a festejar estos días, y eso daba animación y nos hacía sentir que estábamos en ferias, qué menos.
Pero las buenas ideas corren el riesgo de estropearse. Y con las casetas así ha ocurrido. En mi opinión es detestable el enorme ruido que provocan saliéndose de madre con sus decibelios a toda pastilla. Es como si creyeran que así la gente se pone más contenta, pero así lo único que se logra es que muchos salgamos huyendo de ellas como alma que huye del diablo. Y me digo: ¿no podrían bajar a un tono razonable que no moleste a los que pasamos junto a ellas y a los vecinos próximos, no serviría también para estar tomándose una caña o un vino entendiendo lo que te dicen? Es un problema fácil de resolver y que al Ayuntamiento toca poner en su sitio, pues para eso estará el concejal de festejos, digo yo, no solo para salir en ruedas de prensa.
Y, por último, manifiesto con determinación mi protesta por el ruido a todas luces extemporáneo que algunos grupos musicales producen en la Plaza Mayor. A veces olvidamos que es nuestro monumento principal, nuestra Alhambra, y que hay que cuidarlo, y que el ruido excesivo es antiecológico y puede hacer daño a un edificio?y a las personas que tomamos todos los días allí un café. Además la cosa tiene miga: tales grupos se ponen a ensayar a las siete de la tarde y cantan, más bien gritan, a toda pastilla, haciendo insoportable seguir en la Plaza. ¿Alguien piensa en los vecinos de la Plaza, máximos damnificados, y en los enfermos que tienen que soportar este machaque continuo durante varias horas?
Apliquemos el sentido común y la imaginación para hacer unas fiestas cada vez más atractivas. Pero no confundamos imaginación con mal gusto, vulgaridad e insalubridad.
Marta FERREIRA
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