He escuchado, al amanecer, los cascabeles arrieros del otoño.
Se allegaba por el horizonte con su mercancía, como recuerdo de mi infancia llegaban a las plazas del pueblo los ambulantes con sus caballerías. Y en sus banastos traían las primeras uvas, algún higo, otras cosas que vender al sedentario habitante.
Luego,esta madrugada, sonarón las persianas en su levante de las casas y las señoras bajaron con sus capachos a la compra de un nuevo día.
Y el otoño traía en sus monturas un puñado de nubes preñadas, unos pellejos llenos del nuevo vino del viento del norte, unas cántaras del agua rosa de la lluvia primeriza, un silbo del aire por las esquinas.
Una mujer pidió un kilo de tarde sosegada sin calor; otra, medio de mañanas con refresco donde lucir su nueva chaquetilla; una joven un cuarto (nada más, que eso engorda mucho) de añosa nostalgia, y yo me subí en mi bolsa cuarto y mitad de suave tristeza.
Amanecido el día, la luz ofrecía ya sus timbres de cobre entre las nubes.
Se puso a llover y toda la ciudad escuchó el bando que anuncia el agua en las cornetas de los canalones. La mañana lloraba, y las fachadas aprovecharon para desmaquillarse del largo polvo del estío.
De repente volvió el perfume al mundo, y nuestros pequeños frascos de la nariz se llenaron del olor de la tierra mojada, de los cipreses y coníferas de los parques pillados sin gabardina, con las risas de los escolares corriendo por sus patios de recreo.
Y corrían también los turistas sin paraguas, las piedras de los monumentos se rascaban sus caspas rojizas, las naranjas mondas de la arenisca en el viento como juguetones perros.
Sí, hoy he visto la transeúnte llegada del otoño.
Un reloj de alta torre, de repente constipado, galleaba el mediodía. Entonces he sabido que también el otoño mercadea ya en las plazas de mi ánimo.
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