¿Qué nos hace mirar de frente a alguien antes de invitarle a recorrer juntos la vida? ¿Qué vemos cuando miramos de reojo a otra persona antes de contemplarla detenidamente por segunda vez? ¿Qué nos llama la atención de un ser semejante antes de tener el primer encuentro con él? ¿Qué sucede después?
En los tres primeros segundos del encuentro, sorprenden los ojos, el gesto, la sonrisa, el peinado y la ropa. Luego su voz, el estilo y la finura. Pero más allá del minuto, todo ello pasa a segundo plano cediendo el espacio a bondades que llevan a la felicidad, porque lo esencial solo es visible con ojos del corazón, como anticipó Exupéry.
Comienza entonces a seducir la seguridad en las convicciones compartidas, la voluntad de hacer juntos lo imposible, el deseo de volar por encima de rumores, el impulso de arriesgar ante lo imprevisible y la certeza del tropiezo cuando se toma la decisión de caminar al lado de alguien, porque solo se trastabilla el que avanza.
Más tarde, sin pretenderlo, llegan de puntillas las confidencias a media voz en rincones apartados de tabernas solitarias, testificando el vino la vulnerable declaración de sentimientos, temores, afanes, debilidades, ilusiones y proyectos, iluminando las pupilas de forma inesperada en el reflejo de las miradas, habilitando el deseo.
Estando aquí, poco tarda en llegar el primer beso furtivo rozando inadvertidamente los labios, la caricia perdida en un descuido, el sonrojo aterciopelado en las mejillas, la risa nerviosa sin justificación aparente, el sacudimiento interno percibido y la complicidad, presagio del encuentro definitivo.
Preludios de amor que concluyen en vocaciones de pertenencia mutua con intención duradera, aunque la eternidad pretendida concluya antes de que la parca determine la partida de quien fue en el comienzo sorpresa desprevenida, fortuito encuentro, transversal futuro y redención que alteró inesperadamente el ritmo de la sangre, provocando extrasístoles desconocidos hasta sobrepasar la frontera de la piel.
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