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Desde mi atalaya
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RELATOS DE VERANO, por Charo Alonso

Desde mi atalaya

Actualizado 18/08/2016

Porque nunca es suficiente, porque amontonamos la ropa y luego usamos un par de cosas mientras fantaseamos con el momento en el que tengamos tiempo para pintarnos...

De la bota a la sandalia y el calor que nos cubre como una manta mientras la ciudad parece sorprenderse de tanta luz repentina y de tantos colores en esa calle hasta ahora helada y anegada de lluvia. Hace calor y arden las baldosas de esta terraza en la que me siento la dueña del horizonte dentado de mi barrio, en la que me fumo el pretil privilegiado del sol y de la luna de San Juan mientras los demás se conforman con un escaso balcón donde tender un verano sin vacaciones. Mi ático diminuto arderá dentro de unos días como un horno crematorio conmigo dentro, pero mientras tanto, disfruto aún de ese frescor extraño y de esa armonía que da cada cosa en su sitio. Un orden engañoso, un silencio fingido. No elegí el estar sola ni lo disfruto, sin embargo, hay breves ocasiones en las que uno palpita a la par que las paredes, extrañamente feliz. Será porque han llegado en sordina los ruidos de los vecinos, será porque en este pequeño edificio comparto tanta frustración en compañía que soy la única que no grita entre estas cuatro paredes ¡Ni siquiera cuando descubro al abrir los armarios que estoy en pleno festival de la lorza!

El invierno aprieta, disimula, mantiene firme ese edificio blanquecino que parece desmoronarse ante el espejo y no hay revista ni chiste en facebook que me consuele. Tengo la edad media de la piel de naranja, de la piel de gallina y de todos los lugares comunes con los que nos consolamos en esa absurda filosofía de Cosmpolitan mientras nos arreglamos para ir a trabajar y bajamos a la calle a pie por aquello de hacer ejercicio mientras te preguntas cómo has tenido el valor de ponerte una blusa que te marca todo lo que desborda y encima, combinarlo con un pantalón ajustado en el que la línea del tanga es la dolorosa frontera entre la despreocupación y la obsesión con la que las mujeres nos flagelamos una vez que pasó la delgadez que se da por supuesta, esa natural ligereza en la que nunca reparamos. Estoy tentada a subir y ponerme una tienda de campaña por encima, pero ya estoy en el inevitable proceso de adivinar qué drama atravieso a medida que bajo las escaleras. La del cuarto está anunciándole a su escuálido perro de bolsillo que pronto saldrán de paseo con todo ese aparato de correas y bolsas que serían más práctico para los gemelos del tercero que no paran de aullar y corretear cuando sus progenitores les dan suelta. Una energía tan molesta que me sirve de anticonceptivo cuando el reloj biológico hace de las suyas, porque si hay algo que detesto es a estos niños histéricos, caprichosos, insufribles a los que sus padres gritan de la mañana a la noche cuando no se gritan entre ellos porque la familia que discute unida permanece unida para desgracia de los vecinos. Vivir en estos pisos modernos es como hacerlo en una comuna donde sería de una mala educación imperdonable sugerirle a la vecina del perro que les cediera las correas, el bozal y hasta la tarjeta del veterinario a los padres de mis repugnantes vecinillos, dejando libre a este educado animalillo que algún día pisaré porque se mimetiza con las baldosas. La vida burbujea en las mañanas de recién estrenadas vacaciones y hasta la cuerda de la ropa desprende cierto olor a cloro de piscina y a deseos de partida. La misma que no puedo permitirme y que augura tardes solitarias de lata de cerveza y cigarro en la terraza desde donde pasa la vida. Soy un lugar común y como no tengo ninguna necesidad de ir ceñida hasta las cejas doy media vuelta, entro en casa, revuelvo un poco, encuentro lo que cualquier revistilla llamaría moda ab lib y esta vez bajo en ascensor porque llegaré tarde al trabajo. Por lo menos soy capaz de reírme de mí misma, que no es poco.

Porque nunca es suficiente, porque amontonamos la ropa y luego usamos un par de cosas mientras fantaseamos con el momento en el que tengamos tiempo para pintarnos, depilarnos, peinarnos y salir a la calle en estado de revista, que es precisamente, la norma por la que nos regimos. La misma que me sitúa en un estado de expectación constante porque llevas colgado de la pechera no un collar de estos tribales que están de moda este año, no, sino un cartel que dice "preséntame a ese recién separado que conoces, sugiéreme una cita a ciegas, una reunión de antiguos alumnos o de plano, regálame un curso al que acudan muchos, muchos chicos en feliz estado de soltería, esa de la que no te desprendes de las uñas ni con un litro de acetona". Un cartel vergonzante de se vende o se alquila, un estado civil que llevar tatuado en el entrecejo.

Porque nunca es suficiente, por eso tienes que hacer más horas que nadie, demostrar lo mucho que te interesa la empresa aunque no sea tuya ni la quieras ni regalada. Porque llegas a fin de mes a duras penas y estás harta de citarte con amigas que están aún peor que tú, como si esto fuera un reality de calamidades. Porque se nos pide algo de lo que nadie nos advirtió. Porque ahora mismo lo único que me apetece es meterme en la cama con un libro y hasta fantasear con la idea de tener un gato que lo llene todo de pelos. Qué cansancio, qué calor, qué agobio. Y aún me falta el gracioso del primero que siempre me dice que vivo muy bien, que qué alegría esa falta de responsabilidades mía, que hago lo que quiero, que así se quería él ver, sin la parienta y los chicos?

Y ya en la puerta sólo puedo calibrar el peso mi responsabilidad hacia mí misma. Las horas en las que me responsabilizo de mí, de mi persona, de mi trabajo, del orden en el que vivo o el desorden del tiempo nunca perdido. Y me dan ganas de reírme, de volver a subir, desprenderme de las gasas flotantes que disimulan que sí, que me gusta sentarme con una revista, una cerveza y algo de picar esa serenidad que es mía, que me gusta, que me he ganado y que, sí alguien la quiere, doy charlas de autoayuda eso sí, cobrando. Porque ahora sé que sí, que siento que es suficiente, y dejo los gritos, las paredes recalentadas y le hago un corte de mangas a esta capacidad nuestra de negarnos. Y qué carajo, que muy pronto volveré a esta casa que es la mía y sonará, sencillamente, el eco de mis pasos, ligeros, míos, armoniosos.

Charo Alonso