A Rocío y María Victoria, rutas de mi interior
Sé que estáis siempre ahí, porque os oigo en mi silencio: gacelas que huis del bosque de mis lágrimas para, luego, posaros en la palma de mi mano, consolando con ello al instante mi dolor. Nunca sabré regalaros la alegría que os merecéis las dos. Vuestro entusiasmo amanece en mi alma cuando estoy más derrotado y levantáis despacio la hojarasca que los muchos fracasos dejaron sobre mí. Como las trémulas flores de un cerezo en los días más azules laváis mi soledad y os arrebujáis sin miedo, despacito, en la penumbra tenue de mis ojos. Sois veredas de luz por las que camino a veces como un niño perdido que regresa tarde a casa a través de los campos, perfumado por el viento que susurra en el bosque, en la ocrácea oscuridad. Donde late el silencio, donde ya no queda nadie, en la paz de los chopos, oigo vuestra voz.
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