Te pueden tapar los ojos y conducirte como en esas películas de espías a un lugar desconocido y entonces te retiran la venda y dices: estoy en Galicia. En otros lugares podrías confundir Benidorm con Alicante o con muchas de las zonas turísticas del litoral desde la Costa Brava a Mallorca. O podrías confundir Aragón con algunas partes de Castilla, pero Galicia, siempre Galicia, te espera como parece haberte estado esperando el viejecito que ya te sorprendió la última vez con su cháchara distendida en la mesa de al lado de un barecillo del puerto de, no sé, O Barqueiro, por ejemplo, mientras esperas que te traigan una taciña de Ribeiro sin percatarse, el viejecito, de que no le entiendes nada, más que eso, que ni siquiera has llegado a tener claro si hablaba en castellano o en galego, pero da igual, su presencia reconforta, te hace sentir que llevamos aquí muchos años, nosotros y nuestros abuelos, que pertenecemos a algo más grande, qué heredamos la tierra y la hemos de dejar en herencia a nuestra vez, un pensamiento que lejos de aquí, en la ciudad apresusada e insolidaria acabas olvidando. En la barra, por contra, una mujer se afana en cocinar a la vez que atiende a los clientes y sella apuestas de la bonoloto. Me hizo recordar otra vez en Galicia, siempre, en donde pasé en mis años mozos y tras acabar la carrera un mes de traidor -tráeme un café, trae esa mesa para acá- en la sede de la televisión española (un tío mío, poeta gallego, Cribeiro, la dirigía) de cuando aún había moviola, en Santiago, frente al Obradoiro. Deambulaba en las tardes de esa ciudad antaño fascinante en seco y mágica en mojado y entraba en lo que parecía una taberna pero me encontraba en la sala de estar oscura de una vivienda familiar en la que en una mesa unos rapaces se afanaban en hacer las cuentas y cuando estaba a punto de marcharme musitando una disculpa la mujer me hacía un gesto sonriente y ya estaba disponiendo una taza blanca ante mis ojos. Entonces y ahora te ponían enseguida un pincho que eligen ellos y no tienes la sensación de que por ser un turista te vayan a engañar como la que tengo cada vez más en esta mi propia ciudad si voy con amigos de otras nacionalidades y ellos piden en mi lugar. Galicia, siempre Galicia, el lugar donde nadie se preocupa si hay sol o si llueve, donde el tiempo parece detenido, los avances tecnológicos no llegan, ni tampoco el mal humor, o al menos al arroz de bogavante sigue sabiendo igual que hace 40 años. Sólo los desastres de la droga fueron capaces de llegar a esta Shangri-la perdida y llevarse a casi toda una generación de jóvenes que echas de menos en las calles y teñir de tristeza la mirada de esas madres.
A muchos de mis amigos les he dicho que cuando me jubile me busquen, o sea no me busquen, por aquí donde habré alquilado una casa pequeña con vista al horizonte, y donde seré conocido como el Mudo, el mudo yo, qué cosas.
Pero hasta ese momento voy y vengo y ahora mismo sólo estoy pensando en la empanada de pulpo que me he traído de Cedeira.
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