El pasado viernes, veinticuatro, me levanté con el dolor de verme amputado en mi europeísmo. Y no era una amputación de una extremidad cualquiera, una falange griega, o el dedo húngaro de cerrar fronteras, que no, que era un pedazo de la cabeza y de brazo, al mismo tiempo. Y eso es muy doloroso.
Cuando aún estábamos en periodo de construcción y reformas, intentado levantar algo importante y sólido, se nos escapa por la puerta de atrás nada menos que el Reino Unido. Y conmoción en los mercados. En las previsiones económicas, políticas y culturales. Otra barrera defensiva impuesta por el temor a lo que viene, a descafeinarse del todo.
El imperio de las islas era mucho imperio (se creía serlo) para someterse a dictados y principios impuestos por alguien que no sean ellos mismos. Lo malo es que de imperio les queda poco. Y demasiado orgullo como para doblegarse. Decía alguien anoche que mal regalo le había hecho el tal Cameron de las islas a la reina en su noventa aniversario. Un país dividido a la mitad, nuevos procesos de independencia que irremediablemente se abrirán, y una sociedad que va a tardar en ponerse de acuerdo. Ahí va ese regalo. Y es que convocar tanto referendo cuando los suele cargar el diablo puede salirle hasta mal. Hay quien anoche pedía responsabilidades criminales al premier en ese final de tan nefasta gestión pública.
Conozco bastantes ingleses que no piensan así. Que no querían irse (casi todos de los que tengo noticia). Y muchos españoles que andan por allí y se verán afectados. Claro que tampoco conozco a los venerables ancianitos que se asocian en antiguos combatientes o viejos servidores de las colonias, y se disfrazan tan ufanos con sus casacas rojas abotonadas y van a votar con el corazón, el espíritu marcial y el viejo orgullo imperial intacto. Así termina ganando cualquiera.
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