Las elecciones han servido para evidenciar que los ciudadanos no se equivocaron el pasado 20-D: escaño más, escaño menos, han votado lo mismo. ¿Para qué hemos tenido, pues, que votar de nuevo?
Lo hemos hecho porque los partidos políticos se han empeñado en ello, incapaces como han sido de dotar a los españoles de un Gobierno. ¿Volverán a hacerlo de nuevo?
Todos ellos anunciaron al convocar los comicios de este domingo que impedirían unas terceras elecciones. ¿Pero cómo van a lograrlo si siguen enrocándose en sus posiciones respectivas?
No les va a quedar otra, por consiguiente, que modificar sus esquemas, sus prioridades y sus odios viscerales. También, claro está, deberían sacrificarse personalmente, como sería el caso de Rajoy, si ellos fuesen la causa fundamental para que no se lograsen acuerdos.
De no hacerlo así, seguiríamos como estábamos, con el agravante de una mayor polarización política, de un mayor antagonismo entre derecha e izquierda y de una fractura del país en dos bloques si llegara a conformarse ese sedicente Gobierno de progreso que propugna Podemos en confluencia con el PSOE. De dejarse seducir Pedro Sánchez por esos cantos de sirena, sería el comienzo del fin, no sólo de su proyecto socialdemócrata, sino de la convivencia entre españoles.
O se conforma, pues, un Gobierno de partidos constitucionales, o no seguiría todo exactamente igual, tal como afirmo en el título de este artículo, sino mucho peor. ¡Menudo negocio habríamos hecho entonces!
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