Si cualquiera de nuestros antepasados fallecido a mediados del pasado siglo, tuviera la posibilidad de darse una vuelta por este mundo tan peculiar, sufriría más de un sobresalto. Y no hablo precisamente por los muchos y muy interesantes avances de la ciencia ?que les dejarían con la boca abierta-, me refiero a esta nueva plaga de salvajismo que azota a la humanidad. No deja de ser triste que, en una sociedad que goza cada día de mayor nivel de desarrollo, tengan lugar, casi a diario, actos que degradan la condición del ser humano. Sin tener en cuenta los atentados terroristas ?el verdadero cáncer de nuestra civilización-, cualquiera de las controversias de un mundo en continuo progreso puede dar lugar a diferentes grados de aceptación de las disposiciones vigentes.
Es lógico que las personas tengan diferentes sentimientos a la hora de aceptar una norma. Lo contrario sería convertirnos en borregos. Por ello nos hemos dotado de toda una legislación que protege nuestros derechos y persigue a quienes los conculcan. Se sobreentiende que todos sabemos cuáles son nuestros derechos. La fractura de esta Arcadia sobreviene cuando se nos olvida cuáles son nuestros deberes. Tal vez el movimiento sindical, primera palanca establecida para remover posibles injusticias en el mundo laboral, sea la primera reacción de resistencia ante lo no deseado. Cuando una empresa abusa de su situación ventajosa para obtener un mayor beneficio atropellando los derechos del obrero, debe existir una herramienta legal que restablezca la situación a sus justos términos. La razón de ser de los sindicatos está fuera de toda discusión. El problema surge a la hora de llevar a la práctica esa negociación reparadora. Aunque sería lo más deseable, no siempre resulta fácil y rápido el acuerdo final. La ley ampara acciones de presión, desde ambos lados, para tratar de conseguir las metas. Cuando estas acciones de presión traspasan la línea de la legalidad dejan sin razón a quien se excede. Sin embargo, no es ningún secreto que muy pocas veces se aplica esa ley a quien la infringe. Todos conocemos la verdadera labor que llevan a cabo los "piquetes informativos", entre otras razones, porque a menudo sufrimos las consecuencias. Esa aparente impunidad ha ido calando en el subconsciente de más de un indeciso, convencido de que ¡no passsa nada!
La peculiaridad del fenómeno actual radica en la aparición en escena de ese nuevo personaje, que se apunta a cualquier manifestación con independencia del motivo o del lugar. Se trata de hacer bulto; eso sí, amparándose en el anonimato que produce la masa y, a ser posible, debidamente camuflado. Estamos hablando de individuos violentos, muy bien organizados y que no aparecen en el lugar por casualidad. Toda "movida" está perfectamente planificada por un reducido grupo de cabecillas fanáticos que, oh casualidad, nunca resultan detenidos.
Esta especie de "profesionales de la barbarie", con el alcance y la rapidez que proporcionan las redes sociales, suelen hacer acto de presencia a muchos kilómetros de su lugar de residencia, provistos del material necesario para causar el mayor daño posible. En más de una ocasión, han buscado causar bajas entre las Fuerzas de Orden Público por medio de artefactos incendiarios o, sencillamente, golpeando a quien consiguen aislar. Si a todo ello unimos la equidistancia entre bárbaros y policías que demuestran algunos gobernantes, llegaremos a explicarnos el auge de estos movimientos.
Ante una decidida y enérgica aplicación de la ley a los responsables de estos excesos, sería difícil contemplar esa cantidad de curiosos que acompaña a los organizadores, conscientes de que están asistiendo a un acto que siempre resultará impune y del que, por mucho que se hostigue a las FCSE, también saldrá indemne. Además, si para algunos se trata de causar daños en mobiliario urbano, vehículos u organismos oficiales; para otros, no desperdiciar la ocasión de saquear alguna tienda cuyo escaparate exhiba objetos de valor, que de todo hay.
Como una prueba más de esta corriente de barbarie, ahí tenemos esos grupos de "ultras deportivos", adiestrados en la guerrilla urbana, que ahora campan a sus anchas en Francia, sin preocuparse lo más mínimo por el marcador de su equipo, que es lo que menos les importa. Estos "nuevos intelectuales" ya han convertido la libertad en libertinaje.
Aunque el fenómeno es universal, siempre hay algo que nos hace diferentes a los españoles. Aquí, el vándalo que se precie, si no ataca a la religión ?católica, por supuesto- no tiene porvenir entre los suyos. Los recientes casos de ultraje en Valencia y en la capilla de la UAM, son una muestra más de ataque a la libertad de religión que proclama nuestra Constitución. Para estos descerebrados, ninguna otra religión merece el mínimo reproche, aunque cuelgue a los homosexuales de la grúas.
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