Cuando los periodistas tienen que hacer un reportaje sobre violencia, la primera tarea consiste en acudir al barrio donde vivían, indagar en la opinión de su entorno, vecinos y familiares a la búsqueda de algún indicio que pudiera ser importante, aunque hubiera sido pasado por alto. Sin embargo, nada encontrarán porque la respuesta suele ser rotunda: "era muy amable", "una persona educada" o "saludaba a todo el mundo". Esta regla sirve en todos los casos, desde el piloto que decidió estrellar un avión de German Wings contra un glaciar francés, provisto de la metálica frialdad de quien ha calculado todos los detalles para que nada salga mal, hasta los padres de la pequeña Asunta Basterra, capaces de permanecer distantes como si el juicio de envenenamiento de su hija transcurriera a kilómetros de distancia.
En Orlando también se trata de un chico normal, como así lo han definido sus vecinos. Se llama Omar Siddique Mateen, un joven americano de origen afgano que condujo dos horas en su coche para llegar a su objetivo. Pero la masacre ha acontecido en plenas elecciones americanas, hecho que el candidato republicano, Donald Trump, ha aprovechado para obtener rédito en sus mítines. Ha reforzado su discurso reaccionario como si esta matanza fuera, en sí misma, el mejor argumento para convencer a sus seguidores. Y no ha tardado ni un minuto en advertir al electorado que él tiene la solución: cerrar las fronteras a todos los árabes, sin excepción. Pero como todos los fundamentalistas que no saben que lo son, la torpeza gana a la reflexión, porque el asesino era un chico que había nacido en la tierra prometida. Es más, él no era el portavoz de ningún mensaje, tampoco representaba a ningún profeta, actuaba en nombre propio. Era una afrenta personal la que le llevó a cometer un crimen y esa afrenta se llama homofobia, o dicho claramente, odio a los homosexuales. Omar aprovecho una fiesta gay en Florida, porque una cosa es existir, pero ya sabemos que los pecados no deben exhibirse ante los demás y menos aún osar a divertirse en grupo excitando la lujuria. Cuanta energía dedican todas las religiones para adoctrinar a sus fieles sobre todas las prohibiciones. Entre los sacrilegios el que más intolerable es el placer. Y si encima va unido a la juerga en lugares públicos, esto es el colmo. Para los que odian el pecado porque, si pecan, que lo hagan a escondidas, como la gente decente. Abrazarse y bailar en una discoteca no podía estar sucediendo, debió pensar Omar.
Un profesor de Oviedo, José Joaquín Álvarez les cuenta a sus alumnos que es homosexual y da charlas sobre ello. Sabe muy bien que adolescentes gays y bisexuales sufren acoso. En mis clases, oigo testimonios sobre este acoso. Además, se sienten mejor cuando dicen: "yo que soy homosexual o, yo como lesbiana" y lástima que no tengamos clase para hablar de Orlando y felicitar a quien ha sido tan valiente como para defender que su deseo sexual sólo a él, o a ella, le pertenece.
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