Había ido de visita a ver a su amigo, cuando encontró al hijo de éste, un tanto mayorcito ya, chupándose el dedo gordo. El amigo, con buena intención le dijo al niño:
? ¿Sabe bueno?
? ¿Quiere probarlo?, le dijo el niño señalándole el dedo.
Quien tiene a Dios en la lengua, encuentra en todas las cosas el gusto de Dios (Maestro Eckhart). Gustad y ved qué bueno es el Señor; dichoso el que se acoge a él (Sal 33, 9). Los mandatos de Yahvéh son rectos, alegran el corazón, son más dulces que la miel de un panal que destila (Sal 19, 9-11). Ezequiel se alimenta de la Palabra de Dios, y comió el rollo. Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel (Ez 3, 1-3)
Los profetas, al hablar de Dios, han utilizado toda la imaginería asociada al gusto. El Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos y vinos generosos (Is 25, 6). Éste es el gran símbolo del cielo que presenta la Escritura, ya en el Antiguo Testamento. Y todos los pueblos a través de todas las épocas hemos entendido y vivido la fiesta como eso, como comida y banquete y festín donde no puede faltar un buen vino.
En el Evangelio ocurre lo mismo, la imagen escogida por Jesús para decirnos en qué consiste el reino de Dios que él ha venido a anunciarnos, es precisamente un banquete, y no uno cualquiera, sino uno de boda. En ese banquete el mismo Dios es el vino generoso que alegra el corazón y el manjar enjundioso que se hace sabor y gusto y deleite en cada uno de los invitados. Ésta será la fiesta y la alegría del cielo, comer a Dios, es decir, hacer de él nuestro alimento constante, diario, sabroso, deleitoso y vital. Cada cual tendrá de él un sabor distinto, coincidente siempre con la experiencia de lo bueno, y se sentirá saciado a punto para la satisfacción. Si el alimento es el sustento de la vida, Dios será y sólo él nuestra vida para siempre. Jesús se queda como alimento, nos dejó para alimentarnos el pan, convertido en su cuerpo y el vino, convertido en su sangre, de tal manera que, comiendo pan y bebiendo vino, estamos comiendo su carne y bebiendo su sangre.
El ser humano quiere ver paisajes bellos, oír música agradable, saborear manjares exquisitos, tocar objetos placenteros, oler perfumes embriagadores. Todo esto nos lo ofrece la naturaleza y la industria y el comercio, también nos los ofrecen a precios acomodados. Ver, oír, gustar, oler, tocar son muy importantes para poder vivir. Los ojos, los oídos, el gusto, el olfato y el tacto son los órganos de los sentidos y la vía de acceso a toda la información que proviene del exterior y que le permite al cerebro desarrollar su inteligencia, emociones y sentimientos.
Si la vida eterna significa que es contemplar al Dios que es Luz (1Jn 1,5), también significa oír al Dios que es Palabra (1Jn 1,1) y la vida eterna consistirá, también, en el banquete que el Señor celebra con aquel que le abre la puerta (Ap 3,20). El maestro Eckhart decía: Me gusta vivir. Y es que el gusto por la vida nos abre por dentro para gustar al Dios de la Vida y a quien ha venido a traer la vida y la vida en abundancia (Jn 10,10). Gustar a Dios es gustar la vida y gustar la vida es saborear el aire, el mar, los árboles, los pájaros, un atardecer. Vivir es estar permanentemente abiertos a Dios.
Quien saborea a Dios y a la vida, se va haciendo sabroso para los demás y sal para el mundo y uno es sal para el mundo cuando se da cuenta y socorre a los millones de personas que necesitan saborear el pan. He comido demasiado, Señor, mientras a la misma hora en mi ciudad, más de 1.500 personas hacían cola en el comedor social, mientras una mujer comía en el desván lo que había apañado en la basura? (M. Quoist).
Probar a Dios, saborear a Dios, lleva consigo el probar y saborear a los demás, aceptarlos como son y ver todo lo bueno que hay en ellos.
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