Cuando el británico Graham Bell patentó el teléfono ?cuyo verdadero inventor había sido el italiano Antonio Meucci-, estaría muy lejos de pensar que aquel aparato revolucionaría el mundo de la comunicación a distancia. Lo mismo le sucedería al español Juan de la Cierva si hubiera contemplado la evolución que ha sufrido su primitivo autogiro. Hoy vemos imágenes de ingenios autónomos, más o menos sofisticados, dirigidos a distancia y capaces de moverse por el espacio. La técnica ha evolucionado lo suficiente para pasar de ser simples juguetes a convertirse en aeronaves susceptibles de ser empleadas en multitud de fines, pacíficos o no. Estamos hablando de los famosos drones.
Como ha sucedido tantas otras veces, los conflictos bélicos han traído consigo extraordinarios avances en campos tan dispares como la industria o la cirugía. Por eso se ha tardado tan poco en buscarlos una aplicación en el campo armamentístico. Sobre todo por las muchas ventajas que llevan aparejadas: no necesitan tripulación, son un excelente auxiliar del mando para obtener información, tienen un coste menor que otras aeronaves, pueden ser manejados a distancia, suelen ser muy precisos, etc.
Se trata, pues, de futuras armas ?algunas ya no son tan futuras- capaces de buscar objetivos y atacarlos sin que en toda la operación sea necesaria la intervención del hombre. Asunto tan importante debe ser tratado en los foros internacionales, a fin de ajustar los avances de la técnica armamentística a lo que se dispone en las leyes del Derecho Internacional; de forma que no se genere una etapa en la que vaya más deprisa la tecnología que el derecho. Estos vacíos legislativos suelen dar lugar a abusos en los que el poderoso pasa por encima de los derechos del débil. La Historia está llena de casos de conflictos armados, en los que fueron empleados medios o métodos desconocidos hasta ese momento, y donde no siempre estuvo la razón del lado del más fuerte. Antes de que surja ese conflicto, ya existen unos principios con los que el Derecho Internacional trata de adaptarse a los avances técnicos. Principios que rigen ?mejor dicho, que deberían regir- entre las naciones del mundo civilizado.
Uno de los primeros es que nadie puede emplear ni los medios ni los métodos que desee, si estos producen males o sufrimientos innecesarios. La primera controversia puede aparecer si no existe una legislación que regule el empleo de estas armas robotizadas.
Otro principio que recoge el Derecho Internacional es el de la proporcionalidad, que, en puridad, está directamente relacionado con el anterior. Es decir, los contendientes deben establecer una equiparación entre la ventaja que piensan obtener con su acción y los daños que puedan ocasionarse en bienes y personas del adversario. Este tipo de armas, dada su extraordinaria precisión, son muy apropiadas para reducir al mínimo los daños ocasionadas al personal civil, eligiendo en cada momento el tipo y la munición más indicada. En cualquier caso, para valorar esa proporcionalidad, se debe disponer de una información rápida y fiable de los efectos secundarios.
Factor importante a la hora de tomar decisiones es tener verdaderamente definida la separación entre combatientes y civiles.
Muchos de los combates modernos se desarrollan en ámbitos urbanos, con objetivos rodeados de personal civil, donde resulta casi imposible eliminar completamente los daños colaterales. Partiendo de la base que los civiles nunca deben ser objeto de ataques militares, el principio de proporcionalidad no se puede entender sin el principio de distinción. Y no hablemos de combates contra organizaciones terroristas que utilizan edificios, incluso hospitales y personal civil, como escudo protector. En cualquier caso, lo que nunca debe soslayarse es la responsabilidad penal. Para la búsqueda de esta responsabilidad se constituyen los tribunales penales internacionales. Está claro que, en el caso que nos ocupa, deberá recaer sobre las personas encargadas de dar la orden para su empleo. Existe una norma que establece que aquellas situaciones no contempladas en las disposiciones generales adoptadas por las naciones quedarán bajo lo dispuesto por el Derecho de Gentes. Es decir, sería defendible la idea de que aquello que no esté prohibido por el Derecho Internacional, no significa que está automáticamente permitido, ya que no todo lo tiene previsto. Y aquí viene el problema, porque, a la hora de interpretar este principio, no acaban de ponerse de acuerdo ni los juristas. Por todo ello resulta indispensable la creación de una institución que regule y controle el empleo de estas armas robotizadas. Ni que decir tiene que, para ser verdaderamente eficaz, deberían adherirse el mayor número de naciones ?y que también lo hagan las más poderosas- .
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