Tiene razón el refranero al afirmar que las desgracias no vienen solas, es decir, que las contrariedades, problemas, enfermedades y disgustos llegan asociados en cadena, unos detrás de otros, como dice la tradición oral y corrobora don Alonso Quijano en la primera parte del Quijote, al afirmar que un mal llama a otro, sin cerrar la puerta a que algunos de ellos puedan compartirse para sobrellevarlos de forma menos lastimosa.
Pero entre todos los males que nos afligen, hay uno que es imposible compartir con los demás porque se da por entero a quien se entrega, sin conceder la posibilidad de ser fraccionado en partes menores, con fin de ser repartidas entre quienes desearían aliviar al sufridor, llevándose parte de ellas.
Experiencias de vida nos sobran para saber que el dolor ?moral o físico- es personal e intransferible, nos busca uno por uno, siempre lo hace a destiempo, muchas veces sin avisar y con intención de hacernos daño, aislándonos de los demás, con empeño en debilitar nuestras ganas de vivir, y deletreando nuestro nombre para que no haya duda a quien busca para amargarle la vida con un golpe malhadado.
El dolor es algo lacerante que desdobla al dolorido en personalidad diferente a la suya propia, aportando la angustia irredimible de saber que tal carga llega sin haber hecho mérito alguno para merecerla, como carta de identidad en el infortunio que identifica al doliente ante el mundo para ser compadecido por quienes le ven con el sufrimiento a cuestas esperando una redención que no siempre llega, porque la muerte lo desautoriza.
Entonces se hace preciso entender lo que nadie puede aprehender ni pretender comprehender, porque la adversidad escapa a la lógica del corazón, estimula la rebeldía, alienta la queja y promueve la indeseable pregunta que hace el desdichado al azar: "¿Por qué me ha tenido que tocar a mí la adversidad que no merezco?", convirtiendo su dolor en lágrimas desconsoladas.
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