Insertos como estamos en una sociedad moldeada por y para el consumo, donde la rentabilidad se sitúa por encima de cualquier otra cosa, a nuestros mayores se les mira en ocasiones sin valorar que, gracias a ellos, estamos hoy aquí. No podemos negar que nuestros abuelos han aportado, además, mucho a la hora de haber configurado nuestra personalidad, aunque las diferencias entre unas generaciones y otras intenten llevarnos a negar esta evidencia frecuentemente.
Por otro lado, hay personas cuyo recuerdo te trae una sonrisa a la cara, y en mi caso, mi abuelo Lalo, de quien solo recuerdo buenos episodios, no sólo me dibuja esa sonrisa, sino que además me hace sentirme orgulloso de proceder de él, de haber podido conocerlo y disfrutar de su compañía aunque se fuese tan pronto de esta vida.
Nacido en Guadramiro allá por 1922, mi abuelo, Gonzalo Fuentes Martín, era uno de los hijos de los también guadramirenses José Manuel Fuentes Sánchez y Rosenda Martín López. Eran aquellos unos años difíciles para ser niño, donde la mecanización de las tareas del campo brillaba por su ausencia, y en los cuales los padres tenían que sacar adelante a sus hijos sudando la gota gorda. Como lado positivo estaba que nuestros pueblos tenían más población, hasta el punto de que el Guadramiro en el que nació mi abuelo tenía casi cinco veces los habitantes del actual, y los nacimientos eran algo habitual, algo consustancial a la vida y la existencia humana.
Por cuestiones de compartir pueblo de infancia y adolescencia, supongo que mi abuelo conoció enseguida a mi abuela María Cristina Sendín que, aunque nacida en La Zarza de Pumareda (de donde era su madre y bisabuela mía Consuelo García), se trasladó a los tres años al pueblo de su padre Olegario, Guadramiro, donde nacieron el resto de sus hermanos. La diferencia de edad entre ellos era de apenas tres años y, es de suponer, que de niños en alguna ocasión se cruzasen o incluso jugasen sin siquiera sospechar que en el futuro acabarían cruzando sus destinos formando una familia. Una historia que, en muchos de nuestros pueblos, se antojaba muy habitual entonces, pues los matrimonios solían tener lugar entre vecinos del mismo pueblo o, a lo sumo, de algún pueblo de la zona. Eran unos tiempos en que los medios de transporte eran muy rudimentarios y se antojaba muy difícil trasladarse de un lugar a otro. Hechos como poder ver el mar una vez en la vida es algo que la inmensa mayoría de nuestros ascendientes no pudieron realizar, ni siquiera poder ver Salamanca, la capital provincial, la cual la mayoría no llegó a conocer. En nuestra zona se nacía, vivía y moría en la localidad de trabajo, sin salir de la misma salvo para alguna cuestión relacionada precisamente con cuestiones mercantiles o laborales, esto es, alguna feria o para trabajar en la siega en otro pueblo.
La vida en los años veinte y, sobre todo, treinta, era demasiado dura como para poder amasar sueños. Al que no le pilló la guerra (como a mi tío-abuelo José), le pilló la posguerra, como le ocurrió a mi abuelo, que tuvo que ir al Pirineo catalán supuestamente a combatir a los maquis, españoles del bando perdedor de la guerra con quienes mi abuelo me confesó que combatir lo que se dice combatir más bien poco, al menos en su caso, pues llegó a aprovechar en ocasiones junto a algunos compañeros a realizar intercambios de contrabando con ellos, cambiando parte de la comida por tabaco. Entre paisanos los tiros sobraban.
Más tarde, una vez que finalizó el servicio militar obligatorio, volvió al pueblo y no debió tardar muchos años en comenzar su relación con mi abuela, pues en 1950 contrajeron matrimonio. Ya en los años sesenta, mi familia materna llegó a trasladarse a Villarino de los Aires, pues mi abuelo estuvo trabajando en la central hidroeléctrica cuando se estaba construyendo y, de hecho, mi madre pasó, aún niña, por la escuela de Villarino durante un curso. Vicisitudes de la vida, una vez finalizada dicha obra mi abuelo regresó a Guadramiro ya de manera permanente, y es ahí donde yo le recuerdo. Para cuando yo vine al mundo mi abuelo llevaba ya un largo periplo por la vida y, quizá por ello, se armaba siempre de paciencia para explicarnos todo.
Mis mejores recuerdos con el abuelo se centran principalmente en el huerto que tenía en la vega de Guadramiro, donde recogía las manzanas con él, donde me enseñó cómo eran las trampas que le ponía a los topos para que no le comiesen las hortalizas, donde sacaba ese agua fresca del pozo con la que regaba y que más de una vez nos servía para jugar a mi hermano y mis primos. Qué buenos tiempos vivimos en el huerto y, todo hay que decirlo, qué buenos tomates daba esa tierra. Pero no todo era huerto, por el campo también dimos buenos paseos con el abuelo, enseñándonos qué planta era cada cual o qué pájaros eran los de uno u otro tipo. Paseos y enseñanzas que me ayudaron a valorar la tierra, a querer esos parajes por los que tantos antepasados míos anduvieron, en definitiva, a valorar las raíces, el pueblo. Por eso creo que, a los nietos del pueblo que se crían hoy fuera de él y apenas los llevan a ver a los abuelos para, acto seguido, casi sin salir de casa, llevárselos de vuelta a la ciudad, los padres y abuelos deberían hacer un esfuerzo por enseñarles el pueblo y su término, contarles anécdotas de aquellos lugares y crearles con ello un vínculo emocional que no sólo es con el pueblo, sino sobre todo con esa persona que te lo enseña y a quien, cuando falte, recordarás con cariño por todo ello.
Y es que, mal que nos pese, la vida es efímera, en este mundo estamos de paso y, por ello, hemos de caminar en el sentido de hacernos felices a todos valorándonos con nuestras virtudes y defectos. Las historias, personales y colectivas, pasan y dejan paso a otras nuevas con nuevos actores, pero siempre quedará el recuerdo, y aunque solo fuese en honor a nuestros ancestros deberíamos hacer un esfuerzo porque haya una mayor cordialidad entre todos. Al fin y al cabo, muchos de los rencores que puedan existir a día de hoy entre paisanos se dan entre los descendientes de quienes fueron amigos, si no familiares, en el pasado.
Por otro lado, en ocasiones la amistad de los abuelos parece heredarse de generación en generación, como me ocurre con Pili y Monchu, hija y yerno de quien fue amigo inseparable de mi abuelo, Ángel, de quien guardo un recuerdo inmejorable, o como me sucede con Albert, nieto de otro gran amigo de mi abuelo, Castor. Asimismo, algunos de los amigos de mi abuelo aún viven y, siempre que te cruzas con ellos, al saludo le añades mentalmente un "te recuerdo no sólo como paisano sino también como amigo de mi abuelo". Tomás o Juan serían dos ejemplos en este sentido que no querría pasar de largo sin citar, con quienes de pequeños compartíamos el frontón para ver el partido de pelota a mano de las fiestas de San Cristóbal o, tras la misa de los domingos, espacio en el bar, ellos para quedar a tomar un vino entre amigos, y nosotros, niños aún, para comprar unas bolsas de gominolas que alguno de nuestros abuelos siempre se empeñaba en invitarnos.
La verdad es que el tiempo vuela, quince años pasan rápido, lo que no evita que, en ocasiones, piense "cómo me gustaría poder hablar de esto con el abuelo Lalo". Quince años en los que cada vez tengo mayor certeza de que mi abuelo era una gran persona, no sólo por las vivencias personales, sino también porque siempre que alguien me ha hecho la mítica pregunta de "¿Tú de quien eres?", al decirle "de Gonzalo" sólo he encontrado buenas palabras. A propósito de esto el año pasado un anciano de Encinasola me indicó "qué buena persona era tu abuelo", valoración que también me hizo mi paisano Julián Calderón, en la última conversación que tuvimos antes de que abandonase el mundo de los vivos para reunirse con mi abuelo. Es por ello que me hubiese gustado poder disfrutar más años de la compañía y la sabiduría en todos los ámbitos de la vida de mi abuelo. Y es por ello que hoy quiero recordarle y mandarle un fuerte abrazo allá donde esté. Ojalá siguiese entre nosotros.
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