Viejos amigos

Sobre las baldas de la biblioteca descansan cientos de libros. Se trata de viejos conocidos de los que aún conservo buena amistad. No es tan estrecha como ayer cuando, incisivamente, les preguntaba sobre esto y aquello. Pero, algunas veces, les dirijo la palabra para que me repitan, con mayor sosiego, mucho de lo que me enseñaron entonces.

Vuelvo la mirada hacia atrás y no puedo decir que, después de tantos esfuerzos por descubrir el por qué de muchas cosas, no haya aprendido nada. Claro que aprendí, aunque no lo tenga presente en la memoria. La sustancia de los conceptos, queda en la mente y solo se activa cuando llega su momento. Pero hay que tener infinita paciencia y gran honestidad para aplicar con rigor aquello que aprendimos. Pues, obligados por las circunstancias, lo hemos contaminado con intereses de todo tipo. Por tanto, su validez, es proporcional al grado de pureza que aún conserva.

Hemos de darnos prisa en reconducir la vida. Pues, el tiempo, que nunca cambia su carácter, porque se vale del nuestro para fijar sus reglas, nos muestra de muchas formas, su especial naturaleza. No pocas veces, al mirarnos en el espejo, observamos su trayectoria; basta una mirada superficial para descubrir, en las arrugas de nuestra, piel su rastro indeleble.

Por eso tenemos que aprovecharlo. Esos viejos amigos me enseñaron como hacerlo. Y, al poner en práctica sus postulados, he comprendido que, el valor de las cosas siempre es relativo; que la soledad, se puede sentir al lado de mucha gente; que nada es el amor sin la entrega desinteresada. Pero vivimos en un mundo contradictorio. Sabemos qué necesitamos, pero elegimos lo contrario. Eso nos lleva a que nunca estemos satisfechos con lo que tenemos.

Todo esto, y mucho más, me enseñaron esos viejos amigos que hoy permanecen mudos, porque ya no les pregunto casi nada. Me dijeron bastante y, con ese aprendizaje, me he buscado la vida. Ahora, cuando los años que faltan para alcanzar la meta son menos, ya no me distraigo en tonterías, ni espero impaciente lo que no puede ser alcanzado.

Nunca había pensado tanto en estas cosas. A mí mismo me sorprendo aceptando, con enorme entereza, lo que tenga que llegar. Pues, lo que dejo atrás, es un camino escarpado, repleto de irregularidades y egoísmos.

Al final de la travesía acumulamos una enorme carga emocional. Y, aunque parezca que con el paso de los años disminuye nuestra sensibilidad, no ocurre así, cuando la mente aún conserva capacidad de razonar.

Me ha costado mucho tiempo entender que, el cielo prometido, y el temeroso infierno que emerge del mundo del pecado, son discutibles. Pues, todo lo llevamos dentro; nuestra conciencia configura la naturaleza de los cielos y determina las propiedades de todos los infiernos. Es ahí donde llevamos lo que somos y lo que tenemos. Los cielos más espléndidos y los infiernos más temibles moran en nuestro interior susceptibles de ser disfrutados o sufridos.

Vuelvo a mirar los libros apilados en los estantes y me doy cuenta que no fue suficiente lo que esos viejos amigos me enseñaron. Conocí lo que tuvieron a bien decirme a través de sus obras. Pero, hubiera aprendido más de sus carencias, y de sus luchas más infructuosas. También de las razones de sus esperanzas. Pues, solo las derrotas nos obligan a pensar con seriedad. Cuando disfrutamos del éxito, nos relajamos más de la cuenta sin advertir que, en esas situaciones, son otros los que piensan por nosotros, y nos trazan caminos no del todo seguros.

No basta, por tanto, la cultura para encontrar la luz. Hace falta la recta razón apoyada en la inteligencia. Hay demasiadas zonas oscuras que tenemos que atravesar en solitario.