Fundador de la mítica revista Álamo, finalista del Premio Nacional de Literatura en 1978, el escritor salmantino fue uno de los grandes animadores literarios de la segunda mitad del siglo XX en Salamanca
Un 20 de diciembre de hace diez años nos dejaba de forma inesperada el poeta José Ledesma Criado (Salamanca, 1926 - Alicante, 2005), uno de los grandes animadores literarios de la segunda mitad del siglo XX en Salamanca.
Con motivo del aniversario de su muerte, el sábado 19, a las 12, se celebra un acto de homenaje en la escultura situada cerca de la muralla, donde, además de una lectura de poemas del propio escritor, se descubrirá una placa escultórica realizada por su hijo Fernando Ledesma.
Fundador de la mítica revista Álamo, Pepe Ledesma fue miembro de la Academia de Juglares San Juan de la Cruz de Fontiveros (Ávila), de la Academia Castellana y Leonesa de Poesía, número de la Institución Gran Duque de Alba y entre sus premios se encuentran: Finalista del Nacional de Literatura (1978), Ciudad de Guipúzcoa, Poesía provincia de Segovia, Ciudad de Irún o, en dos ediciones, el prestigioso Ademar. Abogado de profesión, cuenta con una escultura de Fernando Mayoral, que le representa ataviado con su característica capa salmantina, sentado junto a la muralla de la ciudad, como habitualmente solía hacer tras sus largos paseos. Es padre del pintor Fernando Ledesma. Solía pasar sus vacaciones estivales en Figueira da Foz, Portugal, donde llegó a ser un personaje muy popular, hasta el punto de que una de las plazas de la localidad lleva su nombre. A esta ciudad dedicó parte de su obra (Creo en el mar y en sus orillas) que fue publicada en Portugal y traducida al portugués.
Entre sus obras destacan:
RENOVEMOS LA PAZ
Renovemos la paz y escanciemos el árbol de miserias,
la serena inquietud de los alisios,
donde está naciendo la luz y sus contornos.
!Ay largo robledad de las tinieblas!
Pozo vacio de tristezas!
Ronco erial de comtemplar las brisas en el fondo escarpado de los vientos!
Carismático amor.
Todo es mentira, la navidad del sueño, solo es verdad,
la abrazada carne de éste Niño,
abrazando con sus manos el temblor.
José Ledesma Criado
Por José María Muñoz Quirós
El mes de mayo era su mes: la fecha de su nacimiento, la luz tímida de Salamanca, el temblor de la piedra dorada de la Plaza Mayor, el vuelo tenaz y voluptuoso de los vencejos, la claridad hacinada y rebelde de los álamos en el Tormes. Todo resucitaba con él, como su mirada intuida y lúcida, como sus manos cuando señalaban el alto mirador de la catedral y nos hacía conocer el secreto cálido de las nubes. El mes de mayo crecía en el asombro, escapaba en la niñez de los sueños jóvenes, y entonces el mundo retornaba a la infancia, al color, a las cosas primeras. Pepe Ledesma recibía a los amigos como se recibe la cálida penumbra de los árboles, como se recibe la tarde en su grandeza de mayo. Nada era igual, más nítido, más parejo. Aún puedo construir en mi memoria la palabra siempre excesiva, siempre gigante como su alma. Ahora estoy en la calle Compañía, paseándola, recibiendo en los ojos su inmensidad de luz y de campanas. Ahora paseo con él y todo se me construye libre como un camino de espigas, y todo florece en una intensa plenitud de amistad y de fuego incontenible.
II
Un álamo de raíces muy hondas plantó en medio de la Plaza Mayor, donde las losas de granito no dejan ver la tierra, donde el vetusto musgo de los siglos sabe escribir con letras de niebla. Había medido con sus pasos la distancia de sus aristas, el tintineo nacido de sus orladas piedras. Un álamo, como el ciprés más diestro, como los chopos amarillos del otoño último en la ribera. Un árbol que manaba luz a golpes de poemas, alimentado por los versos escritos en días de rosas y en horas donde las espigas se clavaban en la sangre. Pero ese álamo jamás conoció la derrota, nunca se doblegó ante el dolor de la opresión o la noche. Con Juan Ruiz Peña pudo subir a lo más alto, tocar las cimas de la ciudad y desde esa inquietante mirada, contemplar la vida, ver cómo se suceden los días y cómo el tiempo de crecer ensordece cualquier otro deseo. Y brotaron ramas, y frutos, y libros, y amigos que bajo su copa verdecida fueron subiendo hasta la altura donde ese álamo rozaba el infinito. Un árbol de días y de pájaros, de cantos en sus ramas, de un lento piar que irrumpía en los corazones hasta vencerlos, hasta quedar atrapados en la trampa feliz de su cosecha. Y fue manando el álamo como un venero transparente y fecundo, como un chorro de aguas de esmerilado brillo, como un intenso clarear de palomas. Los árboles de la memoria ensombrecen el crepúsculo donde se dibuja la luz de sus días más claros. Nunca hemos presentido de otra forma sus dominios de belleza, su clamar de voz entre los ecos. Pepe Ledesma está recostado en el tronco poderoso de este álamo, le vemos allí abrazado a una idea, fecundando la palabra, desandando el camino largo de los días. Todos saben que bajo sus hojas se adormecen palabras que duelen.
III
San Juan de la Cruz recibía en su regazo, con la voz de los bosques y de los oteros luminosos, la palabra del poeta, dialogaba en la intimidad, con las sílabas justas del amor, con la ingenuidad cristalina de los convencidos. En Fontiveros se sumergía en un preludio de blanca luz en la llanura, cuando el horizonte acristalaba su lejanía en una planicie cereal de lumbre y brasa. Algo crecía en su alma, volaba más, subía hasta alturas profundas. El poeta fundaba palabras con ingenuos signos de belleza. Iba de un lado a otro con el viento de la intimidad, sobrepasando las fuentes del corazón, almacenando aún más luz en su luz. Su rostro se cubría de una blanca materia, de soleada claridad; allí siempre sabía dialogar con las cosas, con la naturaleza, con los amigos, con Pilar (su compañera), con la humilde tierra de los campos y con las torres mudéjares de la Moraña. Tanto se acercó a San Juan de la Cruz, que le hablaba de tú a tú.
IV
Él sabía intuir en el preludio de las palabras, las elegía como gotas de un agua nacida en los ríos de su vivir. Y surgía un poema, una atalaya de intimidad. De eso sabía mucho Pepe Ledesma: de tanto ser cronista de la muerte, la reconocía en la distancia. En su obra tenían sitio las canciones (ese género tan puro y tan mínimo), y sabía mejor que nadie levantar la voz y escribir sencillamente. Era su forma de percibir la poesía. Era su manera de construir ese universo que fue labrando sin darse cuenta, sin apenas sentirlo. La ceniza de su dolor también fue poema. Su diario escribir fue como esa mirada perpetua que se inclina en lo sorprendente. El poeta fue labrando un ancho campo de árboles y de frutos: cuando nos acercamos a sus versos, cuando nos asomamos a sus poemas, cuando nos ofrece su diálogo secreto en lo más oculto del corazón, comprendemos mejor dónde vivía el poeta, en qué vasto dominio se arrullaba, quién le acompañaba en cada tramo de su desierto. Y desde allí, desde la disconformidad que él sentía, desde su atrevimiento doliente y verdadero, se nos muestra como un cristal limpio y transparente y contemplamos el vuelo de su sentir, la verdad de su conciencia poética frente al mundo (su mundo) levantado siempre con un inmenso amor.