La esperanza la esencia olorosa del Adviento, momento oportuno y de espera para la llegada de un reinado iluminado por Dios que a pesar de tener todo en contra, está ya visible en nuestro corazón. La esperanza cristiana se dirige a lo que todavía no se ve, es por ello, "esperar contra esperanza". «El reinado de Dios no llega como un hecho observable. No podrán decir: míralo aquí o allí. De hecho, el reinado de Dios está entre vosotros» (Lc 17, 20-21). La expresión griega entos hymón significa de ordinario «en vuestro interior». Un reinado que es poner a Dios como centro de nuestras vidas, pero es una realidad que es "ya, pero todavía no", es al mismo tiempo promesa, quehacer y espera.
En el antiguo Israel, la monarquía no cumplió las expectativas del pueblo, pero la esperanza renacía como un renuevo con cada fracaso, con cada monarca y acontecimiento histórico. Con el exilio y esclavitud de Asiria y Babilonia, un grupo de hombres empezaron alimentar la esperanza de un pueblo hundido, alentando que a pesar del fracaso y el sinsentido, la intervención directa de Dios restauraría el trono de David. Un Mesías, en el que estaban unidas la dimensión política y religiosa, donde no sólo tendría que librar al pueblo de la miseria y de la dominación extranjera, sino purificarle para que sirviera a Dios mediante el buen cumplimiento de la Ley. Paralelamente a la tradición del Mesías, surge en la literatura apocalíptica la idea del Hijo del Hombre, un personaje de apariencia humana, un hombre, pero a la vez procede de Dios y junto a Dios.
Jesús afirmaba que el Reino estaba cerca «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 14-15). Parece que los cuatro evangelios son unánimes al afirmar que Jesús toma el título de Hijo del hombre. Dios es un misterio que nos sobrepasa, como también lo es su reino, pero tanto Él como su reino son una realidad muy cercana a nosotros. Caminar por lo inefable, por lo indecible, por lo más lejano; pero al mismo tiempo es lo más cercano, como desvelaba san Agustín, lo más íntimo que mi propia intimidad. Podemos decir que el centro de la predicación de Jesús es el reino, identificándose ambas realidades, Jesús y el reino son una misma cosa. Su vida se constituyó como modelo de la nueva forma de ser y estilo de vida propios de ese reino. Jesús es el don de Dios e inagotable del reino, Jesús es la perla y el tesoro escondido, es el padre bueno y misericordioso, es el fermento del mundo, el que da sentido a la historia y la raíz de todas las liberaciones.
Un reino que también está dentro de nosotros, que nos arranca de nuestras servidumbres y nos renueva como personas. Un reino que se nos da en la medida que lo deseamos, que lo buscamos con un corazón humilde, o cuando miramos con misericordia a nuestros semejantes, o en la oración cada día. Se da de una forma muy especial cuando sufrimos, en el dolor y en las cruces de cada día, ahí Dios con sus grandes manos, nos lleva en su corazón. Podemos decir que se da ese reino en el amor, grande o pequeño de cada día.
Un reino que irrumpe en la sociedad en la que nos movemos, aunque sea de forma precaria e imperfecta. Ahí está presente cuando se hace la justicia, cuando se desarrolla la fraternidad o se lucha por los derechos de todos, en la economía, en la política, en la familia, en la parroquia, en el trabajo, en la vida. Está como fermento y semilla que crece poco a poco, y va convirtiendo las relaciones de odio, egoísmo, discriminación y explotación, en relaciones de amor, solidaridad, justicia y paz. Ya sabemos el camino, mil veces explicado, pero me gusta recordarlo: primero el amor solidario, que busca liberarnos de nuestras miserias. Segundo, la promoción humana, que capacita a los más necesitados a liberarse y a ser sujetos de su propia historia. Y tercero, un cambio de estructuras, que nos ayude a construir un mundo futuro más justo y humano.
De forma misteriosa está en la Iglesia, cuando se proclama la palabra, en los sacramentos, en la comunidad, en los ministerios, en diferentes realidades simultáneamente se produce una experiencia privilegiada de liberación interior y de presencia de Dios. Aunque en ella estamos todos los de cerca y los de lejos, no se nos olvide que crecen juntos el trigo y la cizaña en el corazón de cada uno, con lo fraternidad cristiana, puede ser el lugar privilegiado de experiencia del reino en medio del mundo y en los vericuetos del tejido social de cada día. Si es así, la Iglesia puede ser también, ese tesoro y perla escondida, esa madre y padre bueno que acoge si dejamos crecer en el corazón de cada uno la red de los peces buenos como se nos apuntaba alguna de las parábolas del reino.
El reino es también la vida futura, el cielo nuevo y la tierra nueva, a la que convergen de forma misteriosa las tres epifanías anteriores. Un reino donde la conversión y liberación de la condición humana será plena e irreversible, pues en el reino futuro enjugaremos todas nuestras lágrimas "y ya no existirá ni muerte, ni duelo, ni gemidos, ni penas porque todo lo anterior ha pasado" (Ap. 21, 4). El reino futuro es donde el tesoro y la perla adquieren valor absoluto, donde el fermento se transformará definitivamente en masa, donde el grano de mostaza terminará su crecimiento y se arrancará definitivamente la cizaña. En el reino futuro no habrá noche, porque la luz se colocó en el candelero y donde todos asistiremos a un gran banquete, en él Dios irrumpirá definitivamente en la historia.
Ahí está la esencia genuina del aroma de la esperanza, en un Dios que se toma al hombre en serio, en un Dios que es amor y misericordia, que respeta la libertad del hombre, que le hace partícipe de su creación y para ello sigue un camino más lento, desplegando su paciencia y reteniendo su omnipotencia. Un Dios que viene cada día al hombre, porque cualquier día del año se puede oler la fragancia de su llegada.
Y tú, señor, naciendo, inesperado,
en esta soledad del pecho mío.
Señor, mi corazón lleno de frío,
¿en qué tibio rincón lo has transformado?
¡Qué de repente, Dios, entró en tu arado
a romper el terrón de mi baldío!
Pude vivir estando tan vacío,
¡cómo no muero al verme tan colmado!
Lleno de ti, señor: aquí tu fuente
que vuelve a mí sus múltiples espejos
y abrillanta mis límites de hombre.
Y yo a tus pies, dejando humildemente
tres palabras traídas de muy lejos:
el oro, incienso y mirra de mi nombre.
José García Nieto, Del campo y soledad (1946).
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