Matar en Estados Unidos es fácil? y hasta lógico.
La segunda enmienda de la Constitución norteamericana establece que "el derecho del pueblo a tener y portar armas no será vulnerado".
Verde y con asas. Aunque desde el primer día algunos políticos y juristas han querido interpretar que ese "pueblo" se refería a la institución militar, su postura no ha prosperado. De ahí que en país haya más de 270 millones de armas ?de hecho, un 88 por ciento de la población las posee? y que cada año mueran a causa de ellas 12.000 personas.
Todo eso, claro, sin contar con el dinero del poderoso lobby de la industria armamentística, como se ve en la película El jurado, basada en la novela de John Grisham.
Para que prospere tan suculento mercado no es necesaria esa presión ni la de la Asociación Nacional del Rifle, que se hizo famosa cuando a finales del siglo pasado la presidía el actor Charlton Heston. Es la sensación de inseguridad de la propia población la que propicia ese extraordinario y macabro comercio que acaba poniendo en manos de adolescentes y de personas inestables instrumentos peligrosos y letales.
Tan es así, que recuerdo la visita que hice a una armería en Miami, hace 27 años, donde muchos clientes, y yo mismo, pudimos probar armas increíbles, incluyendo fusiles semiautomáticos.
Si a mí no me las vendieron fue por mi condición de no residente. Ésa es una pequeña limitación; también la de establecer un período de carencia o plazo para poder llevárselas, no sea que intente comprarlas alguien con un calentón contra su cónyuge o un vecino.
Por lo demás, antes que la legislación norteamericana sobre el uso de armas debe cambiar la mentalidad de sus ciudadanos. Hasta ahora sólo son parroquias, ONG's y hasta la propia NBA las que recogen armas a cambio de dar vales o entradas de baloncesto a quienes se las entregan.
Poca cosa, pues, para parar la sangría delictiva de una sociedad sólo superada en muertes de fuego por la vecina México que, claro está, también compra sus armas a los Estados Unidos.
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