El otoño es propicio para lentos atardeceres en los que el cielo abrasado parece agonizar en su lucha frente a la oscuridad. Un tiempo que acoge días cálidos con amaneceres frescos para azuzar la duda permanente. Frente al lugar común que sostiene que solo tenemos dos estaciones no hago sino rebelarme. No es solo porque soy testigo de la lenta transformación que sufre la naturaleza, y también por la constatación de la existencia de etapas diferentes en la vida social con un calendario que determina actividades propias para cada momento del año. Es algo distinto, equiparable con un síndrome permanente del ser humano que reivindica la persecución de la belleza en cualquier momento de la vida. Una avidez abordada por variopintas manifestaciones artísticas que ningunean la dictadura del almanaque, porque ésta es una estación particularmente bella.
Un contemporáneo nuestro, el cineasta Bernardo Bertolucci, testigo lúcido de esta época, proyectó este afán en una película que va para los veinte años y cuyo título ahora tomo prestado para encabezar esta columna. No se trataba, aunque en la pantalla se mostraba imponente, de la belleza de una Liv Tyler con entonces dieciocho años, ni que el suicidio de la madre fuera un guiño, ni tampoco del hecho de que el legendario actor francés Jean Marais interpretara su último acto. Menos aún que las diatribas del personaje representado por Jeremy Irons ayudaran a sembrar diálogos cuyo propósito enmarañara las relaciones entre los personajes para que la sensación de pérdida estuviera permanentemente presente. Era otra cosa.
El cine no es la única expresión artística que permite hacer que el paisaje sea un personaje de la obra. La pintura también, y sin duda hay distintas manifestaciones de la literatura, e incluso de la música, que lo consiguen. Pero, en este caso, Bertolucci hizo de la Toscana el personaje silente omnipresente. Un protagonista que, de una manera u otra, era capturado por el resto del elenco. Una especie de fuente de la eterna juventud donde pretendían saciarse los que la estaban perdiendo a raudales, como también el amor o la vida misma. Poseer la belleza, como el propio Marais había perseguido en su interpretación medio siglo antes en La bella y la bestia de Cocteau, es el desiderátum máximo. El fin imprescindible de toda existencia. La culminación del deseo de plenitud, del equilibrio de distintos momentos vitales que se suceden justificando nuestro impulso cleptómano.
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