Todo lo que escribo suele gestarse en mi interior mientras voy caminando a solas y en silencio, pendiente de todo y, al mismo tiempo, aislado. Es como si al caminar sin prisa alguna el exterior se filtrase por mis ojos y en mí se adentrase de un modo imperceptible, sin que yo sea consciente de que en mi alma estremecida van tomando acomodo higueras y guijarros, norias, nubes, caballos, huertos viejos, paredes con musgo, albercas y gorriones. La inspiración casi siempre acude a mí mientras me encuentro andando, en movimiento: las ideas se acoplan al ritmo de mis pies y las huellas que voy dejando tras de mí van invitando al mundo a que me habite y se acomode en mi alma sin estrépito, de una manera tierna, sosegada.
No hay ni un solo día en que, al avanzar ensimismado, no me asalte una frase y se ponga ante mis ojos, delante de mí, como una sombra iluminada por un resplandor feliz de terciopelo. La inspiración tiene mucho de paseo, de amena vereda por la que nunca pasa nadie. Pero, por otro lado, es traicionera y, más de una vez, si te asalta por sorpresa, es como un puñetazo de melancolía que se te queda grabado en las entrañas, un crujido que alza la luz polvorienta de un desván donde ya sólo queda el recuerdo hecho cellisca. Cuando esto sucede, siento un dulce escalofrío y, después, de inmediato, el mundo adquiere un nuevo orden y se reorganiza despacio en mi interior igual que un museo en el que, al fin, penetra el sol dotando de vida, de una inmensa claridad, las piezas oscuras, siniestras, que lo abarcan. La inspiración es, al fin y al cabo, eso: iluminar lo oscuro e inasible con un reflector imponente de palabras que forman dibujos sublimes al enlazarse de una manera nueva, prodigiosa, que ni siquiera puede uno explicar.
Hoy, esta noche, de nuevo lo he sentido al asaltarme una frase por sorpresa. Y ha ocurrido cuando caminaba hacia la ermita por el paseo que se hunde hacia el noreste escoltado por una procesión de árboles. Hacía muchos días que no sentía necesidad de expresar metafóricamente el exterior y mis paseos eran lánguidos, muy tristes, como el transitar siniestro de las nubes que avanzan sin fe en la púrpura del cielo proyectando en la tierra, a la par de sus siluetas, la faz penumbrosa de una pertinaz sequía que araña los campos con su decrepitud.
Es la misma sequía que inundaba mi interior paralizando mi inspiración, doblándola como se dobla la luz que arde en un patio al traspasar un oscuro ventanal. No obstante, esta tarde ha sido diferente. Estaba en mi casa, derramado en mi sofá oyendo el violento galope de los truenos que venían del oeste azuzados por el viento como una jauría de perros apaleados. Y, de golpe, llegó una ráfaga de lluvia llevándose el último sol de las paredes, envolviendo la tarde en su letanía de amianto. Bajé las persianas y me puse a escuchar música, pero hubo un segundo en que murió la luz eléctrica y acabé, sin querer, abrazándome al silencio.
Una hora más tarde, después de anochecer, el cielo se abrió como un bastidor de estrellas. Y salí a caminar por el exterior del pueblo, sorteando los charcos, hacia el paseo de la ermita. Me adentré en la penumbra como un pábilo encendido por la húmeda brisa que rozaba mis pestañas y movía las últimas hojas de los árboles que aún resisten a un lado y a otro del trayecto. Y entonces acudió de pronto: fue una frase, un zigzagueo insólito de letras, de tenues palabras, martilleando en mi interior con un estrépito insólito de lirios pisados por los zapatazos de un gigante.
Así fue surgiendo este texto que ahora escribo mientras absorto percibo las huellas sigilosas de la medianoche acercándose a mis sienes. Es el tenue milagro de la inspiración, la pequeña y sutil ebriedad que vivifica el páramo gris en el que estaba ya instalado hasta que, al fin, la tormenta reventó dejando un misterio magnético en el aire, y yo respiré las frases que dibujo con el alma casi de puntillas, sosteniendo las sombras que corren despacio y juguetean yendo y viniendo de un lado para otro en mi cabeza, en mi sangre, en mis pulmones, levantando emociones, silencios que ahora hilvano con la perplejidad que en mi interior, como aves muy dulces, levantan con su vuelo hecho de barro y lluvia estas palabras que ni siquiera ya me pertenecen porque, al salir de mí, se vuelven frágiles y tiritan de miedo, de soledad, de angustia, pues saben que, luego, al final, antes o después, caerá sobre ellas la zarpa del olvido, el trémulo aliento de la oscuridad.
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