Debemos ser miles. ¿Qué digo? Decenas de miles. Centenares de miles. Millones. Llenaríamos decenas de avenidas y avingudas los que estamos hartos de que en los periódicos, y en los telediarios, y en las tertulias radiofónicas? tengan que compartir espacio asuntos cruciales como las guerras, los genocidios, los exilios, el desempleo, el terrorismo? con otro tema que aburre a las ovejas: las eternas elecciones en Cataluña.
Cuando lean estas líneas ya se habrá celebrado el acto estelar de inicio de campaña, la manifestación de la Diada, el célebre 11 de septiembre en el que se recuerda cómo en tal fecha del remoto 1714 Barcelona luchaba y Rafael Casanova caía en defensa de la independencia de Cataluña (versión política y oficial), o cómo Barcelona luchaba por uno de los candidatos al trono de España, el austríaco, y Casanova terminaba capitulando, pues tardó casi treinta años en morir, ante los que apoyaban al aspirante borbónico (versión histórica y real). TV3 habrá dado cumplida y objetiva cuenta de lo sucedido, con la independencia (ésta sí) que la caracteriza.
El nacionalismo tiene la innegable pero perversa habilidad de remover fechas y letras para agitar, más que las conciencias, las vísceras. Gusta de apelar al corazón más que a la cabeza y mentir no suele importarle con tal de no apearse de su leyenda, su mito y su fanfarria de símbolos impostados. Poco importa si Casanova dijo luchar por la libertad de toda España, si quería a Carlos y no a Felipe como rey de toda España, o si estimaba que España era la patria común. A una guerra civil e internacional de sucesión llamémosla de secesión o directamente invasión española de Cataluña; a una guerra dinástica convirtámosla en un conflicto Cataluña-España. Como la Guerra (in)Civil de 1936 queda más cerca en el tiempo sólo algunos se han atrevido a venderla como otra batalla entre el "centralismo" y las "naciones oprimidas". Imaginemos cómo explicarían este hecho histórico a los alumnos de un instituto en una Cataluña independiente (a saber cómo se hace ahora en algunas clases).
Pasa con el nacionalismo catalán y ocurre con los otros nacionalismos de diverso pelaje que en el mundo han sido. En España tenemos un caso curioso: la izquierda, tradicionalmente internacionalista, hace buenas migas con el nacionalismo, en combinación peligrosa donde las haya. Toda bandera regional que se precie tiene su versión estrellada, casi siempre en rojo. Y no por simpatía con el Estrella Roja de Belgrado precisamente. Extraña compañía para la tricolor republicana en manifestaciones, campos de fútbol o campas de dulzaina abrileña, aunque a Padilla, Bravo y Maldonado sí hubo un Austria que les cortó la cabeza y no un Borbón que les perdonó, como le pasó dos siglos más tarde al bueno de Rafael Casanova.
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